(Publicado en Diario16 el 19 de junio de 2023)
PP y Vox están a un par de escaños de la mayoría absoluta, según las encuestas de Prisa. Pero el dato demoledor de los últimos sondeos es que cerca de un millón de votantes del PSOE, ahí es nada, parecen dispuestos a dar su apoyo a las derechas. Tal como nos temíamos, no va a ser el nostálgico y ultra quien gane estas generales, sino ese segmento de la población supuestamente centrada, ese votante de doble cara que unas veces apuesta al rojo socialista y otras al azul conservador, ese ciudadano posmodernista aburrido de la democracia y desideologizado del que hemos avisado tantas veces y que finalmente va a decantar la balanza.
El votante posmodernista de clase media, típico de las democracias liberales decadentes marcadas por la sociedad de consumo y los mass media, funciona a impulsos y según su estado de ánimo. Reflexiona poco. Lee poco (desde luego no tratados de política o ensayos históricos). Le dedica más tiempo a las redes sociales, al deporte y a cultivar el cuerpo en el gym que a comprometerse con una causa justa, que no le importa lo más mínimo porque el posmodernismo es, ante todo, individualismo, egotismo, narcisismo a capazos. En este momento de la historia de España, ese votante tan nefasto como arquetípico no se mueve ya por programas o proyectos de futuro o de construcción o vertebración de un país. En realidad, se la trae al pairo el bien común, ya que tiene garantizado su propio estatus, una situación económica acomodada y la dacha en la playa. Háblele usted a esta gente de escudo social, de ERTES, de salario mínimo interprofesional, de renta mínima vital o de Sanidad pública. Les entra la risa nerviosa. El escudo social lo ven como una cosa lejana que a ellos no les afecta; el ERTE les da un poco igual porque suelen ser autónomos, comerciantes, directivos de empresas o funcionarios (la burguesía de toda la vida) y no lo necesitan; el salario mínimo equivale a lo que se gastan en una comida cada fin de semana; y la renta vital básica la consideran una paguita del Estado para homeless (ellos se creen todos clase media alta). En cuanto a la Sanidad pública, la mayoría tiene seguro privado, así que no se ven obligados a sufrir los duros recortes ni las listas de espera. Todo ese discurso de la socialdemocracia les suena a chino.
Al votante posmodernista solo le mueve una cosa en estas elecciones: echar a Sánchez del poder sea como sea y a toda costa. ¿Lo ha hecho tan mal el presidente del Gobierno como para que haya caído sobre él ese chorreo de odio incubado en los laboratorios de ideas o think tank de las derechas? Probablemente no. El hombre hizo lo que pudo en la pandemia, siguió las directrices que le marcaban los epidemiólogos y la ciencia; se dejó la piel en Europa para sacar una buena tajada de los fondos europeos de recuperación y excepciones energéticas; dio toda la cobertura posible a las clases más desfavorecidas para que nadie quedara por el camino (al contrario que Rajoy, que en la crisis de 2012 se dedicó a rescatar bancos, no personas); avanzó en la transición industrial verde para paliar los efectos del cambio climático; y trasladó al exterior una imagen de España como país solvente que hace sus deberes y cuyo PIB crece de forma más que significativa. Hasta el paro baja, lo cual no deja de ser un milagro en una economía obsoleta como la nuestra.
Nada de eso le va a servir para evitar que lo larguen de Moncloa. El votante posmodernista que ni fu ni fa, que ni chicha ni limoná, que ni izquierda ni derecha, ya le ha echado las cruces al premier por haberlo encerrado en casa en los peores días del virus (sin poder ir a jugar al pádel o a la excursión dominguera en la Sierra), porque le han metido en la cabeza que “o comunismo o libertad” y porque ha funcionado la caricatura que retrata al dirigente socialista como un peligroso bilduetarra bolivariano. A Sánchez hay que echarlo, echarlo ya, echarlo cuanto antes, aunque no haya razones objetivas y el país vaya relativamente bien. Ese millón de votantes tibios, mustios, desclasados, le han cogido una tirria irracional al líder porque en un momento dado les jodió las vacaciones con los confinamientos por el bien de la nación, porque es guapo y se las lleva de calle, porque el traje le sienta como un guante, porque tiene un Falcon aparcado en el garaje (el perfil de guaperas con vehículo de lujo irrita sobremanera), porque juega un basket de NBA, porque maneja un inglés de Oxford que ya lo quisiéramos todos y porque lo ven soberbio, arrogante, un sobrado con sonrisa Profidén y mentón de Supermán. En esos ambientes, ellos lo detestan sencillamente porque los pone delante del espejo del loser. Ellas porque muchas siguen siendo machistas alienadas y votan lo que vota el marido. En definitiva, unos y otras lo aborrecen sin motivo ni causa porque es un hombre impecable, un triunfador, y eso aquí penaliza mucho. Este país es el santuario de la envidia y a quien despunta un poco o es un buen chico, sensible y algo podemita, hay que machacarlo y que no levante cabeza. Ya lo dijo Valle en Luces de bohemia: “En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. Se premia todo lo malo”.
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