(Publicado en Diario16 el 16 de junio de 2023)
Estamos metidos de lleno en una pesadilla distópica con las manecillas del reloj de la historia avanzando al revés, en todos los países europeos, hacia el fascismo que nació hace casi un siglo. Cuando el ciudadano apuesta por opciones políticas autoritarias y antidemocráticas que llevaron el caos a la humanidad en el pasado es que algo, o mucho, se ha hecho mal.
En columnas anteriores ya analizamos las causas de esta revolución ultraderechista. Decadencia de una izquierda que ha traicionado sus principios, perniciosa influencia del posmodernismo con la consiguiente crisis de valores, manipulación de masas a través de medios de comunicación, desigualdad, pobreza, robotización alienante, consumismo a braga quitada, negacionismo y paranoia irracional, frivolización e infantilismo, desprecio por la cultura, rabia y descontento social, neurosis colectiva, fanatismo, desmemoria histórica… No vamos a entrar en más detalles. Lo que nos interesa en este artículo es interpelar al votante, indagar en su emocionalidad y su psique, preguntarle por qué lo ha hecho, por qué le ha dado la papeleta a esta gente fanatizada que involuciona a marchas forzadas y que cualquier día, de tanto involucionar, nos devuelve a la cueva, a la Edad de Piedra, a la noche de los tiempos. No se trata de decirle al personal, paternalistamente, que hay que votar bien, como sugiere Vargas Llosa. Allá cada cual. Se trata de explicar un síndrome autodestructivo que parecía superado: la misteriosa atracción por la autodestrucción como pueblo, por la degeneración, por el suicidio colectivo.
La cuestión es, ¿sabe el electorado que vota neofascismo lo que está votando realmente? Y aquí surgen no pocas dudas. Partimos de la suposición de que vivimos en una sociedad avanzada, madura, informada y políticamente palpitante y viva. Lo cual es mucho suponer. Un país como este que suspende sistemáticamente en educación pública y en los informes PISA (algunas regiones españolas se encuentran a la cabeza de la UE en fracaso escolar), no puede presumir de un mínimo nivel cultural. La mayor parte de los españoles apenas hablan de política y cuando lo hacen, generalmente cada cuatro años coincidiendo con unas elecciones, caen en conversaciones típicas y tópicas de barra de bar. El español repite como un papagayo lo que le dicen Federico, Carlos, Ana Rosa o Vicente en sus noticiarios y tertulias, de modo que juicio crítico poquito o escaso. No hay una cultura democrática profunda, arraigada, sólida. No hay una educación de base ni un tejido democrático de calidad en nuestra sociedad. La conciencia, el estudio y la reflexión han sido aparcados porque el día no da para más y hay que dedicar tiempo a otras actividades, mayormente al gimnasio, al taller de tatuaje y a hacer el tonto en TikTok. La política queda como un tema de conversación más, como el fútbol o los toros, y entre risa y risa da para un café de cinco minutos todo lo más. Ferreras, el hombre, se empeña en abrir su ágora televisiva ateniense cada mañana (un esfuerzo heroico loable por lo que tiene de último y desesperado intento por sacar a las masas de su estupidización y burricie), pero la gente está a otra cosa y cada día ve menos su programa de tertulias urgentes. Aquí es justo reconocer que, en nuestra prensa patria, escrita y audiovisual, faltan analistas rigurosos, filósofos serios, intelectuales comprometidos de los de antes (que ya no quedan), y sobran todólogos o youtubers de Politología que solo contribuyen al ruido y a la polémica con el fin principal de subir sus likes en Twitter. Es la banalización de la res publica que tanto daño nos está haciendo. Y lo peor de todo es que el rearme moral se ve cada día más lejos.
Tampoco es que aquí se lea mucho libro de historia o ensayo político, esa es la verdad. Hubo un momento, cuando el 15M y aquello, en que numerosos jóvenes llevaban el ¡Indignaos! de Stéphane Hessel bajo el brazo, pero más como curiosidad pasajera, como emblema de pertenencia a un grupo o postureo, que por auténtica pasión por entender la realidad de su tiempo. Ya ocurrió en el mayo francés (otra revolución que quedó en nada) cuando se llevaba el prêt-à-porter progre, o sea los tochos existencialistas de Sartre y el feminismo de primera hora de Simone de Beauvoir. Las modas políticas pasan, el fascismo permanece.
El relato de la extrema derecha cuaja porque sabe conectar con lo más atávico y primitivo del ser humano. El miedo milenarista al futuro, el miedo al otro, el miedo a la rebelión sexual de la mujer y a la convulsa transformación hacia sociedades más justas e igualitarias. El fenómeno no puede ser interpretado solo por el factor rabia o indignación. Hay una enfermedad de base, un trastorno, un masoquismo sociológico que lleva al personal a querer lo peor en lugar de lo mejor. Una atracción fatal por el feísmo de la que ya nos advirtió Nietzsche. Una dulce inmolación como tribu. Los pueblos se matan a sí mismos cada cierto tiempo. Nos estamos cortando las venas con el cristal de la urna electoral. Nos están volviendo un poco suicidas. “De lo único que hablamos todos es de nuestro propio síntoma”, ya lo decía Lacan.
Viñeta: Currito Martínez 'El Petardo'
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