(Publicado en Diario16 el 22 de junio de 2023)
¿Le tiemblan las piernas a Feijóo hasta el punto de rechazar un debate televisado con Sánchez? Eso parece. Su negativa a mantener seis cara a cara, tal como le había ofrecido el presidente del Gobierno, es hasta cierto punto lógica. Nadie, ni siquiera el más tenaz gallego, sería capaz de aguantar ese duelo interminable hasta la extenuación. Hay que ser muy fotogénico (y él no lo es) para mantenerle un plano corto al galán socialista. Pero negarse a participar en al menos un debate, eso ya puede ser calificado como inseguridad, miedo escénico y canguelo.
¿Por qué el candidato a la Presidencia del Gobierno rehúye ese necesario careo entre candidatos fundamental en todas las democracias avanzadas? Obviamente porque no las tiene todas consigo. Feijóo sabe que lleva ventaja en las encuestas, poca, ligera, pero la lleva, y no está dispuesto a arriesgar ni un ápice a un mes escaso para las generales. Desde ese punto de vista, es más conservador que nunca. Tirando de símil futbolero, sería como ese entrenador amarrategui que coloca un férreo catenaccio, once defensas atrincherados en la portería, y que ataque el contrario. Se trata de ganar las elecciones, aunque sea por la mínima, con el cero a cero, pidiendo la hora y a los penaltis, tal es la debilidad en la que se encuentra el Partido Popular.
Feijóo es perfectamente consciente de que no está para correr riesgos. El tsunami azul del 28M fue una foto fija ficticia del país que no refleja la realidad. Episodios colaterales como el hundimiento de Ciudadanos y la implosión de Podemos jugaron claramente a su favor. Es verdad que el partido se ha recuperado notablemente desde que él cogió las riendas de Génova y que ya no es aquella organización carcomida por los escándalos, deshilachada por las luchas internas entre casadistas y ayusistas, financieramente en bancarrota y con un cartel de Se Traspasa colgado en la puerta de su magnífica sede madrileña. Se ha superado la hecatombe, la extinción, pero la cosa no está como para tirar cohetes. Con Vox planteándole una opa hostil por la hegemonía de la derecha española y con Yolanda Díaz rearmando a la izquierda real, nadie le garantiza un resultado espectacular o arrollador en las urnas el 23J. Además, aunque el PP aumentó su poder local en las municipales, el PSOE mantuvo casi intacto su caudal electoral y continúa en la brecha. Sánchez es un resistente nato que ha dado serias muestras de saber ganar batallas cuando ya lo daban por enterrado. Y debatir con un muerto siempre es peligroso. Nadie quiere sentarse a charlar con una especie de mito resucitado, con un Cid Campeador de la izquierda, con un no vivo no muerto que como en aquellas películas de vampiros puede levantarse en cualquier momento, de un respingo, y darle un mordisco mortal a su interlocutor.
Sánchez tiene muchos argumentos a su favor como para querer, no ya seis debates, sino dieciséis si es preciso. Para empezar, es mejor orador y polemista que su adversario, tal como se demuestra cada semana en las sesiones del Senado, donde el gallego suele salir vapuleado. Pero además, el líder socialista parte de la posición de víctima de una gran injusticia que pide a gritos poder defenderse ante el jurado popular de las audiencias. La derecha se ha pasado la legislatura entera acusando al presidente de traidor a España, de pactar con Bildu y de peligroso podemita bolivariano. Nada de eso es cierto. Ni ha vendido el país a nadie, ni ha pactado nada con indepes y herederos de ETA, ni tiene un pelo de comunista. La prueba de que aquí no gobiernan Bildu ni Esquerra, ese gran bulo propalado por la niña de Madrid, es que Euskadi y Cataluña siguen formando parte del Estado español. Sin embargo, el constructo, el espantajo, ha funcionado y muchos españoles han aprendido a odiar a Sánchez, que eso desestresa mucho. Un presidente al ataque desmontando esas burdas mentiras no sería un contrincante cómodo para Feijóo en un debate con ocho o nueve millones de espectadores frente al televisor. Al presidente le bastaría con mirar fijamente a los ojos a su opositor, hacerle tragar saliva y decirle: “Aquí estoy, dígamelo a la cara”. De repente se caerían muchas imposturas, muchos artificios, muchos engaños. El mentiroso quedaría desenmascarado y el electorado podría ver en directo cómo se diluye la grosera patraña inventada por el Rasputín Miguel Ángel Rodríguez.
De modo que, a la hora de hablar de economía, Feijóo, que sabe las cuatro reglas y justitas, tendría todas las de perder en cuanto aparecieran las estadísticas y los números, las tarjetas black, la Gürtel, los desahucios, el infame rescate bancario a fondo perdido y tantas tropelías cometidas en tiempos de Rajoy.
Pero el momento más peligroso para el líder popular llegaría, sin duda, cuando tocara el momento de hablar de los pactos de la vergüenza con los franquistas de Vox. Ahí sí que no sabría cómo salir del atolladero. Desde el 28M ha jugado a todas las cartas, al despiste y a ocultar los acuerdos, a aplazarlos y a lavarse las manos, a soltar alegatos antimachistas y a justificar a un maltratador porque tuvo un “mal divorcio”. Toda una monumental incongruencia. Su último disparate, justificar una alianza con los voxistas valencianos solo porque allí los ultras tienen un 12 por ciento de los votos mientras que en la Extremadura de María Guardiola no sería necesario coaligar porque apenas cuentan con el 8 por ciento es tanto como asumir que al nazismo hay que aceptarlo según la dosis. Nada de eso, señor Feijóo, no se puede ser un demócrata al 88 o al 92 por ciento. O se es, o no se es.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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