(Publicado en Diario16 el 30 de junio de 2023)
Censura previa de obras literarias como en los peores tiempos de la dictadura, supresión de concejalías y consejerías de Igualdad, prohibición de manifestaciones contra la violencia machista… La ultraderecha ha empezado fuerte su delirante “batalla cultural”, que en realidad no es más que el mismo odio ancestral y cainita de siempre. Cada mañana nos despertamos con un nuevo hachazo al Estado de derecho, cada día es un paso atrás en el tiempo, en la democracia y en las conquistas cívicas y sociales. Un candidato de Vox quiere que el colegio de su pueblo lleve el nombre de Francisco Franco. ¿Qué será lo siguiente, plantar la bandera con el pollo en un ayuntamiento? Estamos a un paso.
Hemos entrado en una fase distópica de la historia en la que cualquier cosa es posible. Si nos fijamos bien en la estrategia de la extrema derecha voxista, todo conduce a un mismo objetivo: modificar la Constitución del 78 por la vía de los hechos consumados hasta adaptarla a los principios generales del Movimiento Nacional franquista. Ya en la Transición, Blas Piñar, jefe de Fuerza Nueva, lanzaba una declaración de intenciones recogida hoy por sus herederos políticos: “No podemos tener una Constitución que empieza negando a España como nación”. Y advertía que su partido estaba dispuesto a promover una reforma constitucional en toda regla para librar a la Carta Magna de lo que ellos consideraban alegrías demasiado socialistoides.
A Santiago Abascal, sucesor directo de Piñar, hay muchas cosas que no le gustan de nuestra Constitución, una de las más avanzadas de Europa y del mundo. No le gusta el modelo autonómico descentralizador (no parará hasta acabar con él, prohibiendo los partidos nacionalistas y las lenguas autóctonas para reinstaurar el dogma de la España una, grande y libre). No le agrada el carácter aconfesional y siente verdadera repulsión por toda religión que no sea la católica, de ahí su islamofobia que ve como un intento de contaminación de las esencias patrias. Y algunos derechos fundamentales como el derecho a la libertad de expresión, a la libertad de información y de prensa y a la libertad de cátedra y de creación artística, literaria, científica y técnica le producen asma hasta hacerle hiperventilar. Por eso veta a los medios de izquierdas en las ruedas de prensa y actos públicos. Por eso prohíbe una obra fundamental de la literatura universal como el Orlando de Virginia Woolf, que le parece un panfletillo de adoctrinamiento gay. El líder de Vox cree que cultura es toros, caza y folclore tradicionalista y todo lo demás degeneración del espíritu nacional.
Pero hay más. El artículo 14 no lo entiende ni lo acepta en su completa integridad. Para Abascal todos los españoles son iguales ante la ley salvo que sean españoles homosexuales, feministas, africanos, republicanos, indepes o rojos. A esos hay que barrerlos y arrojarlos a la papelera en una nueva limpieza étnica de momento metafórica pero que puede materializarse en cuanto toque poder de facto. Por descontado, el Estado de bienestar le molesta (él defiende la vuelta a una especie de feudalismo posmoderno y ácrata con supremacía de élites privilegiadas), mientras que el principio de fiscalidad justa y progresiva para que los ricos paguen más impuestos que los pobres le irrita sobremanera. Todo le huele a comunismo, los sindicatos, el pluralismo político (si por él fuera, con un partido único, el suyo, sería suficiente), el derecho de manifestación y huelga, el asociacionismo que él considera consumación del chiringuito socialista, la negociación colectiva, el Estatuto de los Trabajadores, el aborto reconocido por el TC, el matrimonio gay (perfectamente constitucional, por mucho que se empeñe en lo contrario) y la protección del medio ambiente (él es más de la escuela depredatoria de Bolsonaro, o sea, explotar y esquilmar la naturaleza hasta que no quede un solo árbol vivo).
En cuanto a la forma de Gobierno, también tiene objeciones. La monarquía parlamentaria la acepta siempre que el rey se quede quieto y en su sitio, sin molestar demasiado. La separación de poderes le chirría (lo que le pone a él es que todos los jueces abracen el falangismo de nuevo cuño para poder controlar el país desde detrás, a la manera trumpista). Y en cuanto al Ejército y las fuerzas de seguridad no admite ni asociaciones, ni sindicalismos, ni pluralismo democrático. Unos cuarteles franquistas, como toda la vida, y punto.
Respecto a las relaciones internacionales y los ordenamientos jurídicos supranacionales, poco comentario cabe hacer aquí. En el pasado el personaje ha dado preocupantes muestras de euroescepticismo, de fobia a la UE y de simpatías putinescas. Se retrata a sí mismo cuando dice que no conoce el Convenio de Estambul ni le interesa. El derecho humanitario se lo pasa por el forro. Y en cuanto a la ONU, la considera un teatrillo inútil, tal como pensaban los grandes dictadores del siglo XX. Suponemos que nunca le dará por darle una patada a la verja de Gibraltar, en plan invasión nazi de Polonia, para reconquistar El Peñón, pero si fuese por Ortega Smith, uno de sus lugartenientes y colaboradores, ya estaríamos pegando tiros contra los ingleses.
Abascal dice que es profundamente constitucionalista, pero es mentira. Sueña con derogar nuestra ley de leyes, que él ve como un incordio en sus planes autoritarios y una obra conjunta de la derechita cobarde y traidora, de centristas edulcorados y de peligrosos socialistas y comunistas. “Esta Constitución no nos gusta demasiado”, llegó a decir en cierta ocasión en Intereconomía. “No es el programa de máximos de ningún partido (…) No voy a defender una leyenda rosa sobre la Transición (…) España es anterior y superior a la Constitución”. Cualquier día somete la Carta Magna a referéndum, sin pasar por el Parlamento, como hicieron en su día Hitler y Mussolini. O nos clava la bandera con el pollo en el Congreso de los Diputados, entre Daoiz y Velarde. Cualquier cosa.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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