(Publicado en Diario16 el 5 de octubre de 2023)
Pedro Sánchez, ese optimista patológico, sigue sosteniendo que habrá investidura en noviembre. Lógicamente, posee información privilegiada sobre la situación real y sobre los diferentes actores que participan en la mesa de negociación. Si hay alguien que maneja datos de primera mano sobre cómo avanzan los contactos, es él. Otra cosa es que los esté transmitiendo a la opinión pública, que esté reservando los que no le convienen o que los esté dosificando y tamizando en función de los intereses de Moncloa. En cualquier caso, la confianza que demuestra el presidente del Gobierno en funciones no coincide con el ambiente de pesimismo que se respira en la prensa de izquierdas de Madrid. Hoy mismo, el diario El País publica que el independentismo enfría el plan del PSOE para investir a Sánchez antes de noviembre y apunta que el negociador de Sumar, Jaume Asens, ve “casi imposible” que la ley de amnistía exigida por Junts y Esquerra esté lista para tramitarse, de forma exprés, antes del definitivo Pleno de investidura. Y ya se sabe que, parafraseando al célebre anuncio aquel, sin amnistía no hay beso, es decir, sin amnistía no habrá el “sí quiero” de los independentistas tan deseado por Sánchez.
Así las cosas, nos movemos en dos terrenos, uno el de la ficción especulativa y otro el de la realidad de las cosas, que a esta hora solo conoce el premier socialista y su reducido círculo de negociadores y colaboradores. Prueba de que la mesa de diálogo está más bien parada es que tanto Junts como Esquerra rechazan fijar cualquier calendario en este asunto. Van piano, piano, con toda la calma del mundo. Carles Puigdemont sabe que tiene la sartén por el mango y va a dejar que pase el tiempo, hasta el último momento, para que Sánchez se cueza en la salsa de la impaciencia y la inquietud ante la inminencia de unas nuevas elecciones que solo beneficiarían a Feijóo. Son las clásicas técnicas de presión en cualquier proceso negociador, o sea el famoso apreteu apreteu, solo que esta vez aplicado directamente al inquilino de Moncloa, como un torniquete, para que sienta en sus espaldas todo el peso de la responsabilidad y de la historia.
Es evidente que el reloj juega en contra del líder socialista. Y no solo porque está en manos del mundo indepe, el peor escenario que se le puede plantear a alguien que pretende llegar al poder en este país, sino porque en su propio partido también disparan a dar (véase Felipe, Guerra, Page e Ibarra). Desde fuera, da la sensación de que Sánchez tiene controlado el patio de Ferraz, el aparato, como suele decirse, y de que las filas están prietas. Al menos esa fue la imagen que se trasladó a la ciudadanía durante la pasada sesión de investidura fallida de Feijóo. Salvo el cómico episodio de Herminio Sancho, el diputado del PSOE que votó “sí” al dirigente popular por error, erizando el vello de más de uno que por un momento vio planear la sombra del tamayazo sobre el hemiciclo, se constató, al menos en apariencia, que todo el grupo parlamentario es sanchista hasta las cachas. Ninguno rompió la disciplina de partido; ninguno se dejó seducir por la invitación al transfuguismo del Partido Popular, empeñado en comprar a cuatro “socialistas buenos” dispuestos a traicionar al jefe para votar a Feijóo y salvar a España. Así que, por ahí, no hay sorpresas.
Sin embargo, el PSOE es mucho más que el grupo político del Congreso de los Diputados. La corriente felipista sigue teniendo gancho y tirón, más ahora que desde las antenas de la caverna se está reivindicando el legado nostálgico de ese socialismo conservador en lo sociopolítico, monárquico por convicción y liberalote en lo económico. En público, solo las vacas sagradas que están de vuelta de todo se atreven a plantarle cara a Sánchez. Pero en privado, en petit comité, sotto voce, no son pocos los que rajan del diálogo con Puigdemont, de la amnistía y del hipotético referéndum de autodeterminación de Cataluña. Son los disciplinados disidentes, los silenciosos rebeldes, los sumisos críticos. Y no son pocos. En el PSOE hay mucho infiltrado, mucho que va de lo que no es, mucho derechista travestido o ideológicamente evolucionado. Gente empeñada en meterle fuego a la Casa del Pueblo hasta dejarla más carbonizada que la infernal discoteca Teatre. Esa es la gran tragedia, el gran drama del partido de los 144 años de historia.
De Felipe y Guerra mejor olvidarse. No dejan de ser jarrones chinos que pintan más bien poco en la política nacional. Pero Page es peligroso porque tiene ganas de largar todo el rato, aunque a veces se muerda la lengua. Y Sánchez lo sabe. El presidente de Castilla-La Mancha se ha convertido en la rendija fatal que puede terminar por resquebrajar la supuesta cohesión del sanchismo haciendo que el gigante con pies de barro termine viniéndose abajo. Una guerra abierta y sin cuartel en el partido a cuenta de la amnistía a los encausados por el procés podría resultar letal para la izquierda española. La temida fractura en dos, la fragmentación entre el viejo y el nuevo PSOE, la dramática “pasokización” siempre en el horizonte, puede estar a menos de un minuto, más cerca que nunca.
De ahí que cuando los periodistas abordan al presidente y le formulan la pregunta del millón, si va a haber amnistía o no, él siempre se guarda la carta decisiva bajo la manga. “Yo sé que esa es la pregunta. Estamos negociando con los distintos grupos parlamentarios y cuando tengamos una posición lo diremos”, ha dicho hoy mismo durante la Cumbre de Granada. Y no lo hace solo por la necesaria discreción para no enfadar a Puigdemont y dar al traste con el diálogo, sino porque los barones están examinando con lupa cada cosa que dice y cómo la dice antes de dejar caer la guillotina. No es la investidura lo que está en riesgo. Es el futuro político del propio Sánchez.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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