(Publicado en Diario16 el 16 de octubre de 2023)
“Empiezo a tener envidia de los que han muerto”, asegura Kayed Hammad, un traductor palestino que vive horas agónicas en Gaza a la espera de que el Ejército israelí cumpla su macabro ultimátum y entre a sangre y fuego en la ciudad. “Ahora estamos sin luz, sin agua y sin nada. No sabemos cuándo moriremos. Puede ser en un segundo. Morir o vivir es cuestión de suerte”, se lamenta.
Escuchando el escalofriante testimonio, uno solo piensa en la suerte que ha tenido naciendo, por azar, en un país occidental donde las necesidades básicas están cubiertas y donde un soldado no puede irrumpir en tu casa, en plan orco insaciable, para echarte a patadas, llevarte detenido a un campo de concentración o meterte un balazo en la cabeza. Mientras las cadenas de televisión van emitiendo en bucle las imágenes de misiles judíos reventando edificios y de yihadistas dando el tiro de gracia a sus víctimas, uno se siente un ser privilegiado, alguien tocado por la diosa fortuna por haber nacido en una parte del mundo donde el sistema democrático garantiza los derechos fundamentales de la persona, el primero el derecho a la vida.
Observas las secuencias de extrema violencia y te preguntas por qué has sido premiado por esa extraña lotería, por qué mientras toda esa gente de la Franja de Gaza pasa por un trance infernal propio de una película de terror tú estás aquí, a salvo del incendio, confortablemente sentado en un sofá, sosteniendo una lata de cerveza y mirando a través de la ventana cómo el sol se pone lenta y silenciosamente por detrás de los árboles. Es ese momento en el que sientes una extraña mezcla de seguridad (por pertenecer a un mundo donde esas cosas no ocurren, de momento) y de sentimiento de culpabilidad por gozar de lujos que aquellos pobres martirizados y condenados a vivir como ratas no tienen ni tendrán. Apretar el interruptor de la luz y que se encienda una lámpara, abrir la nevera y tomar un buen tomate, una sandía o una suculenta lubina, meterse en la ducha y someterse a un baño reparador. Mínimos que todo ser humano debería tener garantizados por ley pero que, paradójicamente, solo disfruta uno de cada diez habitantes de este enloquecido planeta.
Cada día nacen 360.000 niños y niñas en todo el mundo. Más de 1.200 de esos nacimientos se producen en España, lo que supone una probabilidad del 0,33 por ciento de aterrizar en el oasis hispano. No hay ningún mérito en ser español, francés, alemán o británico, por mucho que algunos hagan ostentación de ese absurdo orgullo y se sientan seres especiales. La nacionalidad es una simple casualidad, contingencia, azar. Los últimos estudios revelan que Suecia es el mejor lugar para nacer y Somalia el peor de una lista de 168 países. España, con su gastronomía única, su estilo de vida mediterráneo y alegre y su buen clima es uno de los destinos agraciados en esa tómbola de la vida. Nuestro índice de mortalidad infantil es de cuatro fallecidos por cada mil niños, mientras que en el país africano más pobre 180 menores por cada mil mueren antes de cumplir los cinco años. Y, sin embargo, pensamos que nuestra cómoda existencia tiene que ser así por necesidad, porque no puede ser de otra manera, porque nos lo merecemos por una lógica que no existe ni tiene sentido. No valoramos lo que tenemos. Pensamos que nuestra dicha es eterna e inmutable sin reparar en que podemos pasar de la felicidad al infierno en apenas un minuto, el tiempo que tarda un misil en llegar a nuestra ciudad.
Hemos nacido aquí, pero el destino podría habernos enviado a Afganistán (donde a las mujeres las recluyen en el burka desde bien niñas); a Kiev, donde la población hace vida cotidiana en los túneles del Metro convertidos en refugios antiaéreos contra las bombas de Putin; a la misma Gaza, donde las personas mueren por decenas, desangradas, en hospitales donde ya no quedan vendas, ni una miserable aspirina por culpa del bloqueo criminal de Netanyahu. ¿Se ha parado a pensar, desocupado lector, siquiera por un instante, lo que puede llegar a ser terminar una noche en Urgencias con la barriga abierta en canal por una bomba y que no haya médicos para atenderle, ni morfina para calmarle el dolor, ni un mal quirófano para intentar salvarle? Y todo ello mientras agonizas en un pasillo, en medio del caos humano, engullido por una marabunta de heridos y desesperados llorando y gritando de terror. Cierre los ojos, haga ese ejercicio mental durante un segundo, si tiene el valor suficiente, y después despierte de nuevo a su plácida realidad. Tome aire y siéntase vivo otra vez. Todos deberíamos tener un momento en nuestras estúpidas y ajetreadas existencias de mortales occidentales para hacer ese mindfulness, valorar la suerte que hemos tenido y entender todo el trabajo que tenemos por delante para conservar el nivel de progreso, convivencia y libertad al que hemos llegado.
Netanyahu ha dado un ultimátum a dos millones de gazatíes. O abandonan sus casas con lo puesto y marchan en dirección sur, hacia la frontera con Egipto, o les espera una muerte segura en el huracán bélico que se prepara en las próximas horas. Y las escenas que se están viendo son sencillamente insoportables. Ancianas sacadas de entre los escombros y llevadas en volandas por sus hijos y nietos; bebés llorando en brazos de padres que corren a ninguna parte; coches repletos de gente subida a los capós; carromatos tirados por caballos con refugiados que huyen del infierno gazatí como pueden. Un convoy de la infamia. Un éxodo de la vergüenza propio de una leyenda bíblica o medieval. Una escena tristísima que recuerda a lo peor que hicieron los nazis con el pueblo judío allá por el pasado siglo. Netanyahu ha decidido pasar a la historia como aquel faraón que esclavizó al pueblo de Israel y lo empujó a una cruel travesía en el desierto. Es la misma película solo que contada al revés. “Mejor morir ya por un misil y dejar de sufrir en esta asquerosa vida”, implora un palestino con dignidad. Un drama que nos tiene a nosotros, afortunados occidentales, como espectadores indolentes y confiados de que nada puede alterar nuestro frágil bienestar. Erróneamente seguros de que jamás nos convertiremos en los nuevos palestinos.
Viñeta: Pedro Parrilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario