(Publicado en Diario16 el 19 de octubre de 2023)
¿Se acuerda el fiel lector de esta columna de la matanza de Sabra y Shatila ocurrida en septiembre de 1982? Para los que vamos teniendo una edad, aquellos nombres resuenan en nuestra mente como algo horrible de lo que oíamos hablar en los telediarios, un asunto territorial complejo entre israelíes, palestinos y libaneses que no terminábamos de entender muy bien. Éramos jóvenes y la mayoría de los chavales de aquella generación estábamos en otras cosas, en la movida musical, en los aires de libertad que prometía el socialismo felipista y en la resaca del frustrante Mundial de fútbol que se acababa de celebrar aquel verano prodigioso en nuestro país. España terminaba de salir de un golpe de Estado, como aquel que dice, y tratábamos de quitarnos el miedo de encima. Pero, superado el intento de involución militar, empezábamos a caminar, esta vez sí, por la senda de la libertad.
Todo eso ocurría mientras nos llegaban noticias mucho más violentas e inquietantes de Oriente Medio. Sabra y Shatila eran barrios paupérrimos del Beirut Oeste acondicionados (por decir algo), como campos de refugiados para palestinos. Aquellos tres días fatídicos, entre el 15 y el 18 de septiembre, milicianos de una organización denominada Partido de las Falanges Libanesas, de inspiración católica maronita, se lanzaron sobre los refugiados para exterminarlos. El motivo: vengar el asesinato del presidente electo del Líbano, Bashir Gemayel, y una matanza anterior ocurrida en Damour, donde comandos palestinos de la OLP (la Organización para la Liberación de Palestina de Yasir Arafat) acabaron con la vida de 582 personas.
Todo ocurrió cuando las fuerzas internacionales de interposición ya se habían retirado de los campos de refugiados. El Ejército de Israel autorizó el plan, pero ni entraría en los barrios ni se mancharía las manos en aquella “operación de limpieza”, como se la denominó en su día. El intento de las fuerzas judías por pasar desapercibidas no impidió que los mandos militares instalaran un puesto avanzado en el tejado de un edificio de cinco pisos, desde donde, con un potente aparato telescópico, seguirían en primera fila de butacas todo el operativo de liquidación de palestinos. “La cuestión que nos estamos planteando es, ¿cómo empezar? ¿Violando o matando?”, preguntó un falangista. Funcionarios de Estados Unidos conocieron el dispositivo de antemano y alguno que otro llegó a expresar su horror ante lo que se estaba preparando. Fueron el entonces ministro de Defensa hebreo, Ariel Sharon, y el jefe del Estado Mayor, Rafael Eitan, quienes dieron luz verde al despliegue militar. El baño de sangre fue bendecido por Tel Aviv.
La primera unidad formada por 150 falangistas entró en los campamentos de Sabra y Shatila a las seis de la tarde del día 15. Todos iban armados con pistolas, cuchillos y hachas. Durante treinta y seis horas de orgía criminal, los atacantes acribillaron sin piedad a centenares de palestinos. Por la noche, Israel lanzaba bengalas al cielo, de forma que los campos se iluminaban como “un estadio durante un partido de fútbol”, según una enfermera holandesa que presenció el exterminio planificado. Soldados de los tanques israelíes fueron informados de la matanza, pero la respuesta fue: “Lo sabemos, no nos gusta, no interfiráis”. Mientras tanto, Sharon insistía en que era necesaria una “limpieza de terroristas”.
Cruz Roja calculó que la operación de castigo costó la vida a más de 3.000 personas. Testigos de la Comisión Kahan, abierta para esclarecer el horrendo episodio, declararon haber visto cómo se fusilaba a las víctimas, entre ellas un grupo formado por cinco mujeres y niños. Finalmente, la investigación concluyó que la matanza había sido ejecutada única y exclusivamente por las falanges libanesas, aunque consideraba a Israel “indirectamente responsable” por no haber previsto lo que iba a suceder y actuar en consecuencia. Sharon salió tocado del trance, fue hallado responsable colateral de la carnicería y obligado a dimitir como ministro de Defensa, pero en 2004, cuando la escabechina ya se había enfriado, logró alzarse al poder con el cargo de primer ministro.
Para Estados Unidos, la comisión fue “un gran tributo a la democracia israelí” y, una vez más, miró para otro lado, como ha hecho Joe Biden en las últimas horas a propósito de la operación de castigo israelí en la Franja de Gaza. Después de lo de Sabra y Shatila, la fuerza internacional de paz volvió a desplegarse en Beirut, pero el conflicto se recrudeció con más odio antisionista y más fundamentalismo en los países árabes. Al final, quedó la sensación de que el informe Kahan no fue más que una mascarada, ya que los culpables de la masacre salieron impunes.
Janet Lee Stevens, una periodista estadounidense que pudo entrar en Sabra y Shatila tras la matanza, escribió: “Vi mujeres muertas en sus casas con las faldas subidas hasta la cintura y las piernas abiertas; docenas de hombres jóvenes fusilados después de haber sido colocados en fila contra la pared de una calle; niños degollados, una mujer embarazada con su tripa rajada y sus ojos todavía abiertos por completo, su cara oscurecida gritando en silencio por el horror; incontables bebés y niños pequeños que habían sido apuñalados y destrozados y a los que habían arrojado a pilas de basura”.
Ahora que las grandes masacres del pasado retornan con fuerza a Palestina, como la cometida contra el hospital de Gaza el pasado martes, es un buen momento para recordar que el genocidio casi siempre sale gratis a aquel que lo comete.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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