(Publicado en Diario16 el 13 de octubre de 2020)
¿Y si al fin y al cabo el problema de España se redujese a que la talla moral e intelectual de quienes la gobiernan no cumple con un estándar mínimo de calidad? Hace tiempo que la política en nuestro país se convirtió en un nido de covachuelistas y aprovechados, un refugio de oportunistas de todo pelaje y condición, un negocio lucrativo para gente sin oficio ni beneficio. Tipos y tipas que no saben hacer nada en la vida y encuentran en la política una salida profesional bien remunerada. Todos conocemos algún caso en nuestro entorno de amistades y conocidos. Ese mozallón con pocas luces a quien el padre, amigacho del concejal de turno, ha colocado en el Ayuntamiento sorteando todos los procedimientos legales; o esa niña con la cabeza vacía de letras por no haber leído un solo libro en su vida a la que alguien enchufa en el partido, en algún gabinete de prensa, negociado, oficina de esto o aquello o dirección general de algo. Esa frase que puede escucharse en cualquier barrio Cayetano de bien –“ya tengo a la niña colocada en el partido y al mayor en la Consejería”−, se ha convertido en todo un símbolo de la sociedad de nuestro tiempo, como aquel célebre “vuelva usted mañana” de Larra propio de un pasado decadente del que España nunca aprende y al que insiste en regresar, una y otra vez, cometiendo los mismos errores.
El nivel está francamente bajo, de ahí que nos encontremos a ejemplares como el senador popular Antonio Alarcó, que en una intervención parlamentaria ha llegado a rebautizar el mal de Wuhan como el “coranovirus” y ha sugerido que la enfermedad es culpa del Gobierno “chino comunista”. La primera vez que soltó el gazapo sonó a simple lapsus (a fin de cuentas el que tiene boca se equivoca) pero a medida que iba avanzando en su discurso ya se veía que de suturar y poner puntos sabrá mucho pero de pandemias el señor senador anda pez. Alarcó repitió varias veces el trabalenguas –“siete coranovirus en los últimos diez años”; “el coranuvirus es nivel 4” (aquí ya improvisaba versiones diferentes con el término)− y acabó su alegato con un “misin tu du” en un inglés macarrónico y gibraltareño poco presentable. Sorprende y preocupa el escaso bagaje de este hombre, más teniendo en cuenta que es cirujano y debería dominar la materia. Al final, como en las redes sociales no se perdona nada, el estilo Mariano Ozores del señor Alarcó, su lengua de trapo digna del mejor Chiquito de la Calzada, terminó convirtiéndose en carne de trending topic.
Casos de alarmante escasa preparación los hay a montones en la política española. El mismo Albert Rivera, famoso por haber levantado y arruinado un partido en apenas un rato, ponía un tuit el pasado domingo, día de la Fiesta Nacional, en el que se felicitaba por ser español y formar parte de la galería de insignes personajes que ha alumbrado la piel de toro. Entre ellos citaba a Cristóbal Colón (que murió en Valladolid pero no era español); a Picasso (exiliado por la persecución fascista); a Vargas Llosa (peruano); y a Lorca (otro represaliado por la extrema derecha, esa misma con la que Rivera pactaba alegremente cuando estaba en activo como líder naranjito). Que Rivera se ponga en plan filósofo orteguiano metiendo el cuezo hasta el fondo es algo normal (ahí está la hemeroteca para echarse unas risas cuando recomendaba a Kant sin haberlo leído) pero que tenga el valor de citar a Lorca, precisamente a Federico, un fusilado por el fascismo con el que pacta Ciudadanos, nos da la talla maquiavélica del personaje.
Alarcó y Rivera son solo dos ejemplos de lo mal que está la política española. Los partidos y las instituciones se han llenado de nenes y nenas a las que dieron un carguete sin presentar siquiera el currículum y siguiendo la rancia tradición ibérica del nepotismo, el tráfico de influencias y las amistades peligrosas. El enchufismo sigue siendo el gran mal de la política española y ahora, en medio de la pandemia de coronavirus (que no “coranovirus”, como dice el senador del PP) lo estamos comprobando con efectos dramáticos en Madrid. Es difícil encontrar a alguien medianamente preparado en el gabinete de Isabel Díaz Ayuso. Donde debía haber médicos hay oscuros burócratas; donde debían estar los científicos y epidemiólogos (que en España, haberlos haylos, y muy buenos) hay expertos en marketing y comunicación, retóricos del “trumpismo” avanzado, tecnócratas posfranquistas, gurús de dudosa calaña y en ese plan. Por no hablar de los confesos y convictos de la corrupción que, cómo no, también tienen asegurado su huequito y su chupito por los servicios prestados. La ideología ha muerto y ha sido sustituida por la agenda de contactos. El estadista formado y brillante ha desaparecido y su lugar es ocupado por los asesores fabricantes de monstruitos como Miguel Ángel Rodríguez (MAR, para los amigos).
En ese escenario, los estómagos agradecidos pululan por todos los
edificios y despachos oficiales en un extraño desfile de rumiantes que
van a la caza y captura del sueldo fijo para toda la vida más
complementos y dietas. No cabe duda de que en la política española hay overbooking de listillos, calculadores y ventajistas y basta con mirar las listas electorales de los partidos emergentes, mayormente Vox,
donde hay de todo como en botica, aunque poco bueno o potable. A las
instituciones ha terminado llegando lo peor de cada casa, gente sin
estudios que no sabría distinguir a Marx de Adam Smith;
desahuciados de otros oficios por inútiles e incompetentes; y rebotados
del gremio de chulos, macarras y porteros de discoteca. Eso sí, todos ellos creen tener el piquito de oro más conspicuo; todos ellos se ven a sí mismos muy versados en el cuñadismo español sincretizado con unas gotas de la escuela sofista de Protágoras y Gorgias,
aquello del nada es verdad ni es mentira, todo depende del color del
cristal con que se mira, gran axioma de moda en el mundo de hoy por
efecto del nuevo populismo negacionista. Y en esas anda esta camada de
impostores de la democracia. Fulanos y fulanas que abren la boca para
soltar una burrada histórica sobre Indalecio Prieto o Largo Caballero porque se la han escuchado a Jiménez Losantos
en el aquelarre radiofónico matinal. Gente que habla y habla sin decir
nada, que cacarea y pía en una gran ceremonia de la confusión donde de
lo que se trata es de cumplir fielmente con la ortodoxia del partido y
de llevarse bien con el jefe, a ver si así cae un sobresueldo por
navidad. Es la perfecta conjura de los necios, el triunfo de la
brillante mediocridad, la hoguera de las vanidades llevada a sus últimos
extremos. Vale que ya todo está perdido y será imposible encontrar a un
Agustín de Argüelles, apodado “el Divino” por su fina oratoria en las Cortes de Cádiz.
Pero al menos habría que exigir a los políticos de hoy que sepan las
cuatro reglas y sean honestos con ellos mismos y con el pueblo. Porque
como decía Tarradellas, en política se puede hacer de todo menos el ridículo.
Viñeta: Pedro Parrilla
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