(Publicado en Diario16 el 28 de septiembre de 2020)
Una vez más, el cainismo, ese gran mal tan español, nos está llevando al desastre. Las cifras de contagiados por la pandemia aumentan cada día mientras solo se escucha el ruido de las bofetadas, los palos entre políticos, la trifulca y la jaula de grillos. España es una inmensa leprosería en medio de un paisaje yermo y apestado donde unos arremeten contra otros como encarnizados cabestros. Ya no hay hombres de Estado, solo estrategas; ya no hay referentes intelectuales, solo charlatanes de feria. Los demagogos han terminado por silenciar a los hombres de ciencia. El último episodio guerracivilista del fin de semana, a cuenta de la polémica por la ausencia del rey a la entrega de despachos judiciales en Barcelona, ha sido la gota que ha colmado el vaso, poniendo el país en un estado de máxima tensión.
Mientras toda España contiene la respiración ante la segunda oleada de coronavirus y los rumores del confinamiento en Madrid son cada vez más insistentes, han vuelto a desatarse los viejos odios y enfrentamientos del pasado. Las derechas acusan a Pedro Sánchez de querer secuestrar al monarca, apartándolo poco a poco de los eventos oficiales. Por su parte, el ministro de Consumo, Alberto Garzón, afea a Felipe VI que haya maniobrado contra el Gobierno al telefonear al presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, para expresarle que le “habría gustado” estar en el acto de la Ciudad Condal. Si mal ha estado el monarca tomando partido, metiéndose en política y rompiendo su papel de árbitro y moderador −su agradecimiento expreso al máximo responsable de los jueces y magistrados supone un revés en toda regla a Pedro Sánchez y avala a las derechas en la táctica de la crispación− peor ha gestionado el embrollo el sector republicano del Ejecutivo. Las declaraciones de Garzón se han producido en el peor momento y no han hecho más que echar leña al fuego, que a fin de cuentas es lo que buscan los sectores reaccionarios del país. ¿Qué pretendía el señor ministro de Consumo poniendo en su sitio al rey, romper relaciones con Zarzuela e iniciar ya un proceso constituyente en medio de la ruina general provocada por la pandemia?
Hasta un ciego es capaz de ver que, con miles de contagiados diarios y al borde del colapso el sistema sanitario, no es el momento de abordar utopías ni de abrir el debate sobre monarquía o república. Lo primero es vencer la enfermedad, algo de lo que España está todavía muy lejos. Es preciso volcar todos los esfuerzos en superar el virus o de lo contrario millones de españoles terminarán comiendo piedras. A cualquier demócrata le duele el espectáculo denigrante que está dando el rey emérito en Abu Dabi y las cosas no pueden quedar así por el bien de la democracia. Si la Justicia no es capaz de aclarar el turbio episodio de las comisiones del AVE a la Meca, no habrá otro remedio que llevar el debate al Parlamento para depurar responsabilidades. Pero todo eso debe quedar para después, para el futuro, si es que este país todavía lo tiene. Ahora España necesita médicos, enfermeros, rastreadores, vacunas, respiradores. El barco se hunde mientras los capitanes, en lugar de tapar fugas de agua y fletar botes salvavidas, se dedican a rastrear en el horizonte una idílica Ítaca republicana que no aparece ni en el mapa.
Toda esa sensación de caos, de despropósito de un Gobierno que se resiste a superar su adolescencia y su adanismo está siendo bien aprovechado por las derechas. Vox sigue machacando las posiciones enemigas con su artillería retórica populista. El mantra de los 50.000 muertos por el covid empieza a calar en la sociedad, como también surten efecto las consignas patrioteras que avisan de una conspiración en el Consejo de Ministros para derrocar el Régimen del 78. El miedo al rojo masón que ha llegado para acabar con la Restauración borbónica posfranquista puede reportarle réditos a la ultraderecha, ya que una buena parte de la población todavía se estremece cuando oye hablar de la Segunda República y la Guerra Civil. El miedo a los cambios bruscos reformistas no se ha extirpado en buena parte del pueblo español, que sigue siendo conservador, folclórico, tradicional y taurino, aunque quizá no tanto como en 1814, cuando rechazó la Constitución de Cádiz y aclamó entre palmas y coplillas el retorno de Fernando VII. No hay más que echar un vistazo a lo que se vota en Madrid, en Murcia, en Andalucía, en Galicia… Esa influencia tradicionalista y monárquica está bien representada por el PP de Pablo Casado, quien también se ha subido al carro blindado de la propaganda ultra puesta en marcha por Santiago Abascal. El presidente popular cree que el silencio de Pedro Sánchez ante los “ataques” al rey demuestra una “absoluta complicidad y profunda cobardía”. Y echa en cara al presidente del Gobierno que lleve tres días “desaparecido” en lugar de “dar la cara” y defender al monarca.
Cada minuto que pasa parece más evidente que las derechas han desplazado el terreno de juego al lugar que deseaban. Ya no se habla de médicos y enfermeras, sino de golpes de Estado y conspiraciones; ya no se debate sobre gasto en Sanidad pública, sino sobre las viejas cuitas de siempre, los rojos y los fachas, la República o la Monarquía, “las dos Españas”, en fin. Abascal quería el partido en esa zona del campo y ministros como Garzón han caído estrepitosamente en la celada. Casado tiembla porque puede haber llegado el momento del populismo falangista y el sorpasso de Vox al PP ya no parece ninguna broma. Por eso el sucesor de Rajoy aprieta el acelerador tratando de poner contra las cuerdas a Sánchez. Por eso le exige que defienda públicamente al rey y la unidad nacional, que descarte la idea de la República, que se ponga de lado de lo que él considera el buen constitucionalismo. Ya le ha acusado de “buscar atajos” que son “claramente ilegales y cobardes”, como “ese espectáculo contra el rey”.
La trampa es diabólica para el Gobierno. Sánchez tiene un serio problema, no solo porque su gabinete parece definitivamente fracturado entre socialistas y podemitas, entre sanchistas y pablistas, entre monárquicos por pragmatismo (quizá también por convicción) y republicanos convencidos de que ha llegado la hora. Por eso el presidente debe poner orden antes de que sea demasiado tarde y el incendio sea imparable. En España no hay mayorías suficientes para cambiar la Carta Magna e iniciar un proceso constituyente que nadie sabe dónde ni cómo terminaría. El aventurerismo es lo último que necesita el país en estos momentos. España precisa sosiego, estabilidad y hacer las cosas bien para superar la pandemia y reconstruir la economía. Bastantes problemas tenemos ya con la situación en Cataluña y la inhabilitación de Quim Torra en el Tribunal Supremo, un polvorín que puede estallar en cualquier momento en las calles. O Sánchez apacigua el gallinero y se pone manos a la obra para controlar la epidemia, que es lo que toca, o pronto verá a los camisas azules llamando por las bravas a las puertas de Moncloa.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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