(Publicado en Diario16 el 7 de octubre de 2020)
Pérez Reverte presenta libro sobre la Guerra Civil, un relato supuestamente aséptico que trata de alejarse del “discurso partidista y miserable, disparatado e irresponsable que se empeñan en colocarnos los hunos, con hache unamuniana, y los hotros”, en palabras del propio autor. Línea de fuego pretende ser no una crónica que indague en los factores y las causas de la contienda fratricida que desangró España entre 1936 y 1939 sino una visión sobre la “condición humana”. “Soy un novelista. No estoy aquí para limar asperezas. No tengo una misión ideológica”, se defiende el académico de la RAE. De modo que Pérez Reverte se ha propuesto ver los toros desde la barrera, sin implicarse, sin mojarse, sin mancharse de barro y sangre. De esa manera, dirigiéndose a todos los públicos, firmando un relato de aventuras debidamente esterilizado, el espectro de posibles lectores aumenta y las expectativas de negocio editorial también.
Para empezar habría que preguntarse cómo demonios se puede ser escritor sin plasmar en la propia obra la impronta ideológica, la visión personal y social del mundo. Desde los tiempos de Homero la novela ha sido un arma poderosa en manos del ideario y hasta el cuento infantil aparentemente más inocuo, como Blancanieves de los Grimm, está preñado de intencionalidad o lleva implícito un mensaje aunque sea subliminal, en este caso la historia de una princesa que jugaba con niños explotados en las minas alemanas del siglo XVIII.
Quiere decirse que el intento de Pérez Reverte por meterse en el barrizal de las trincheras de la Batalla del Ebro sin ensuciarse la camisa y las botas resulta muy loable, pero no se entiende. Tratar de desideologizar una historia como nuestra sangrienta Guerra Civil, sin tomar partido y centrándose solo en las miserias de los personajes, es como escribir sobre las Cruzadas y no hablar de la Edad Media. Los desnudos y los muertos, de Mailer, es quizá la mejor novela que se haya escrito nunca sobre la guerra precisamente porque aborda de lleno la gran tragedia del siglo XX, el fascismo racista (no solo el que promovieron personajes enloquecidos como Hitler y Mussolini, sino el enquistado en el propio ejército norteamericano que luchó en la Segunda Guerra Mundial). Meter a una serie de personajes en la refriega española –como hace Pérez Reverte− y tratarlos como a marcianos despolitizados que han aterrizado en el campo de batalla sin entrar en lo que realmente desencadenó el conflicto (el imparable y terrible auge del totalitarismo cuya espiral de locura dejó una guerra mundial con más de 60 millones de muertos) es un fraude al lector. ¿De qué hablaban entonces los soldados de uno y otro bando? ¿Qué movía a un miliciano y a un franquista a empuñar el fusil? ¿Acaso estaban allí por simple casualidad y efecto del destino? No, señor Reverte, las masas fueron fanatizadas y armadas ideológicamente, es cierto, pero dentro de ese proceso radicalizador unos peleaban por la causa de la libertad y la democracia y otros por un modelo de sociedad siniestra que de haberse hecho realidad habría impuesto el terror, la esclavitud y el exterminio de las razas consideradas inferiores en todo el planeta. Es decir, la barbarie inhumana llevada a sus últimos extremos. Resulta imposible no tomar partido ante eso y quedarse en la fría equidistancia, dando peligrosos argumentos a quienes hoy tratan de revisionar la historia para blanquear el franquismo y por ende el totalitarismo nazi. En este caso, la supuesta no ideología es ya en sí misma una forma de ideología.
Tratar de colocar a “hunos y a hotros” en el mismo escalón moral practicando un sospechoso ejercicio de buenismo y comprensión con quienes se pusieron del lado del fascista Movimiento Nacional es otro artificio intelectual para no entrar en la verdad del asunto, ya sea por quedar bien con la parroquia más próxima al franquismo (que es donde está el mercado revertiano), por miedo a ser etiquetado o simplemente porque el autor así lo piensa. Negar que unos peleaban por la libertad mientras otros lo hacían por imponer un régimen de horror es no querer ver la historia tal como ocurrió. Puede que en aquella maldita guerra española no hubiera buenos y malos, como dice el señor Pérez Reverte (al fin y al cabo la bondad y la maldad son conceptos relativos), pero los “hunos” trataban de imponer la barbarie nazi y criminal mientras los “hotros” tenían la legitimidad democrática, la razón y la justicia de su lado. Ya sabemos que la guerra es mala, no necesitamos que un señor académico de la lengua venga a aclararnos algo tan evidente. Nadie en su sano juicio quiere ir al frente, nadie medianamente cuerdo quiere hacer la guerra apretando el gatillo para matar a otro hombre. El problema es que el fascismo es precisamente eso, una orgía de violencia sin fin, bestialidad extrema y desatada, la máxima expresión de la crueldad humana. Cuando un montón de tipos con uniforme y la cabeza cuadrada entran en tu casa para llevarse a tus padres, a tus hermanos y a tus hijos con el fin de encerrarlos como animales en un campo de concentración no queda otra que luchar.
Pero más allá de lo puramente novelesco, llama la atención que el experiodista y excorresponsal de guerra crea que las heridas de la contienda civil estaban ya cerradas y cicatrizadas y que han llegado unos señores rencorosos de la izquierda radical para abrirlas. Nada más lejos. Pérez Reverte obvia que durante cuarenta años de dictadura miles de familiares de represaliados buscaron desesperadamente los restos de sus seres queridos asesinados y enterrados en cunetas y fosas comunes y que durante otros cuarenta años de democracia se les ha aconsejado pasar página por el bien de todos. Dígale usted a una mujer que quiere saber dónde está enterrado su marido que olvide al amor de su vida, que lo deje correr, que siga adelante sin más. De ahí la importancia de la Ley de Memoria Histórica y Democrática que para el famoso académico debe ser algo así como otra daga que reabre viejas heridas cuando en realidad no va contra nada ni contra nadie, ni alimenta ningún odio, ni trata de subvertir ningún orden político o pacto establecido. Lo único que se pretende es permitir que quien quiera dar descanso y digna sepultura a un ser querido pueda hacerlo y por supuesto acabar con la simbología fascista (algo de puro sentido común en una democracia). No hay nada comunista ni bolchevique en eso. Todo lo contrario: hay reparación moral, recuerdo, un acto de pura humanidad con mayúsculas.
En algo tiene razón el escritor, en que la memoria ha desaparecido de los planes de estudio de las escuelas y en que “el receptor es un joven sin capacidad para razonar esos discursos falsos emitidos por ignorantes”. De ahí la importancia de recuperar la memoria y en ello está la nueva ley. “Era una guerra muy española en todo, en la mala leche, en el desafío. Esa mezcla de rencor del que combate, y que conoces al que matas, es muy española”, asegura el autor en uno de sus habituales clichés sobre el manido cainismo español. Como si la nuestra hubiese sido una guerra horrenda y la de los demás civilizada. Una guerra es una guerra, aquí y en Afganistán. De alguna manera, la supuesta visión objetiva e imparcial de Pérez Reverte sobre la contienda civil, esa maldita locura que jamás debió haberse producido, le lleva a caer en el error histórico y en la injusticia moral, ya que si bien es cierto que en el campo de batalla ambos bandos se mataron a conciencia nada dice el escritor de la represión posterior, de la “limpieza” y purga de republicanos y de los 50.000 fusilados gratuitamente por el Régimen una vez terminada la tragedia. Se le habrá olvidado. Es lo que tiene perder la memoria histórica. O quizá se guarde el material para otro pelotazo editorial. Equidistante, siempre equidistante, por supuesto.
Viñeta: Igepzio
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