El PP casadista, que monta el pollo y hace guerra política de cualquier cosa, se opone a que los “allegados” puedan viajar para estar con los suyos, con su gente, estas navidades. A los barones populares de Madrid, Galicia, Andalucía y Murcia les molesta que el Gobierno de Pedro Sánchez haya introducido en su orden ministerial ese término que consideran “ambiguo” y que según ellos dará lugar a situaciones de inseguridad jurídica. Las autonomías conservadoras entienden que por la rendija de los “allegados” se colarán en estas fiestas navideñas los extraños, ajenos, forasteros, intrusos, aprovechados y amigos con derecho a roce que montarán saraos privados multitudinarios, incrementando el riesgo en la transmisión del coronavirus. El propio López Miras, presidente de Murcia, ya ha dejado claro que solo las familias, y nada más que las familias, deberían tener derecho a reunirse en estas fechas, condenando a muchos españoles sin parientes cercanos a la más absoluta soledad.
La afirmación de López Miras no deja de desprender cierto tufillo casposo y discriminatorio. Detrás de esta posición del PP (que dicho sea de paso también mantiene algún que otro barón socialista conservador, errático o confuso) no hay más que una concepción rancia, tradicional, franquista de la vida. Por si no se habían dado cuenta sus señorías del Partido Popular, la sociedad española ha cambiado radicalmente en estos cuarenta años de democracia y la familia única y biparental, o sea la que se constituye entre un hombre y una mujer con la prole subsiguiente (y todo lo más los abuelos o la suegra) no es la única que existe. Hoy proliferan múltiples tipos de familias, la familia monoparental, la familia adoptiva, la familia de padres separados o divorciados, la familia compuesta, la familia homoparental, etcétera. La sociedad se ha transformado sustancialmente y aquella familia numerosa en blanco y negro con quince hijos encarnada por Alberto Closas y Amparo Soler Leal en la célebre película de la factoría Masó (un taquillazo del tardofranquismo) forma parte de la historia. A la neofalangista Díaz Ayuso y al picajoso alcalde de Madrid, Martínez-Almeida, les gustaría que todo aquello retornara otra vez y que el pequeño Chencho se perdiera en el mercadillo de la Plaza Mayor por un despiste del abuelo, el gran José Isbert, para que todo terminara en un happy end a la española con una apología de la familia tradicional (estereotipada y católica), y de la jubilosa explosión de la natalidad subvencionada por el Estado franquista, o sea aquello del “creced y mutiplicaos”.
Para desgracia del PP y de Vox, ese país quedó atrás. Cada vez son más los españoles que viven solos (dos millones son personas mayores de 65 años, en su mayoría mujeres) y muchos se han visto obligados a sustituir a la familia por los amigos o “allegados”, bien por circunstancias de la vida, porque la muerte nos arranca de los seres queridos o porque las relaciones biológicas se han roto. A veces la amistad es un sentimiento más fuerte y sincero que los lazos familiares y ofrece la ventaja de que en Nochebuena no hay que aguantar al molesto cuñado que no para de pontificar sobre todo mientras, dedos pringosos y bigote grasiento, da cuenta e un suculento plato de langostinos. Nada de todo eso parece entenderlo el PP, que pretende boicotear la eficaz figura del “allegado” elegida por el ministro Illa con la sana y noble intención de que, tras meses de duro confinamiento y machaque psicológico, nadie se quede solo esta Navidad. ¿Acaso no tienen derecho a pasar juntos las fiestas esos dos amigos que solo se tienen ellos mismos y a nadie más en el mundo? ¿Es justo privar de la compañía mutua, del turrón y las uvas a esas dos vecinas que se han prestado ayuda y apoyo, codo con codo, en los momentos más duros de la pandemia? ¿Y qué hacemos con esos dos novios que acaban de conocerse o que llevan toda la vida viviendo su amor sin formalismos matrimoniales, los condenamos también a la cruel separación por pura ideología reaccionaria?
El allegado, el próximo, el cercano, es una figura felizmente rescatada por Illa del castellano antiguo que nos va a servir para llevar felicidad y bienestar social a los deprimidos hogares españoles. Ahora que William Shakespeare ha sido uno de los primeros en vacunarse en el Reino Unido, después de la nonagenaria Margaret Keenan, debemos congratularnos de que esa hermosa palabra en desuso que hunde sus raíces en el Siglo de Oro cervantino se ponga otra vez de moda. Como también debemos felicitarnos de que a un Gobierno se le haya ocurrido, por fin, ser sensible a las diferentes formas de familia y de relaciones humanas que se abren paso con el signo de los tiempos. Es cierto, como dice el alcalde de Madrid, que la figura del “allegado” va a ser aprovechada por los pícaros de siempre que solo piensan en su egoísmo personal, en el botellón y en la rave clandestina con público disfrazado de monja para dar esquinazo a la Guardia Civil. Incluso los habrá que traten de colar a un boy o a una stripper vestidos de Papá Noel en una caja de cartón con un lazo rojo. Pero qué demonios, si el invento jurídico de Illa va a servir para que muchos logren escapar de la lacerante y depresiva soledad durante estas navidades, las más duras de nuestras vidas, bienvenido sea el “allegado”. Pase usted, póngase cómodo y tome un polvorón.
Viñeta: Igepzio
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