(Publicado en Diario16 el 2 de noviembre de 2020)
En ocho meses de pandemia, Pablo Casado se ha dedicado a alimentar la estrategia de la crispación y la confrontación no solo en sus declaraciones públicas ante los medios de comunicación sino desde la tribuna misma de oradores del Parlamento. Su discurso duro basado en la idea fuerza de que Pedro Sánchez es un presidente “ilegítimo”, un okupa que debe largarse de la Moncloa cuanto antes, ha sido el eje central de su programa político. En cada sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados, los constantes llamamientos a la unidad del presidente socialista caían en saco roto; la invitación a todas las fuerzas políticas para trabajar en colaboración y vencer al coronavirus era sistemáticamente despreciada por el jefe de la oposición. Con el aliento de la extrema derecha en su cogote y perdiendo puntos en las encuestas en favor de Vox, Casado optó por una oposición destructiva más que constructiva: la “estrategia de la tensión” que ayer denunciaba Pablo Iglesias. Prueba de ello es que Teodoro García Egea, mano derecha del presidente popular, utiliza con frecuencia el atril del Congreso para invitar a Sánchez, con altanería y prepotencia, a irse por la puerta de atrás. Cada una de esas intervenciones es un ataque directo, no ya contra el gabinete de coalición, sino contra los principios más elementales del juego democrático.
En una de sus comparecencias en la Cámara Baja que pasará a la historia, Casado llegó a batir un récord de insultos a Sánchez sin aportar ni una sola iniciativa constructiva para sacar al país de la gravísima crisis económica en la que se encuentra. Aún se recuerda aquel speech mitinero, días antes de decretarse el estado de alarma, en el que llegó a tildar al presidente de “traidor, felón, ilegítimo, chantajeado, deslegitimado, mentiroso compulsivo, ridículo, adalid de la ruptura en España, irresponsable, incapaz, desleal, ególatra, chovinista del poder, rehén, escarnio para el país, incompetente, mediocre y okupa”, entre otras lindezas. Ni en los peores tiempos de Aznar y del “váyase señor González” se había visto nada igual. A nadie se le escapaba ya en el mes de marzo que semejante caldo de bilis, rencor y odio terminaría llegando a la sociedad, germinando en algo venenoso, como así ha sido finalmente.
El estallido de violencia registrado el pasado fin de semana en varias ciudades españolas es la consecuencia lógica del tono bronco y agresivo de la oposición por momentos enloquecida de PP y Vox, que ha llegado para calentar todavía más los ánimos (solo hace falta recurrir a la hemeroteca para certificar el ambiente guerracivilista que se ha encargado de generar Santiago Abascal, líder de la formación verde). A falta de que concluyan las primeras investigaciones de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado en las diferentes comunidades autónomas, ya sabemos que los autores de los actos vandálicos pertenecen a “grupos reducidos” de procedencia heterogénea sin aparente conexión política entre ellos, tal como informa la Cadena Ser citando informes policiales. Es decir, entre los vándalos que han roto escaparates, que han saqueado comercios, que han lanzado piedras contra la policía y que han quemado contenedores hay de todo, desde individuos exaltados e indignados con la mala situación política y económica del país que actúan por su propia cuenta y riesgo hasta grupúsculos antisistema de uno y otro signo (siempre alimentados por el odio que se propaga a través de las redes sociales). Por descontado, la extrema derecha lleva un peso importante en las algaradas callejeras fiel a su filosofía joseantoniana radical consistente en desestabilizar la democracia en las calles como forma de conquistar el poder por la vía de la fuerza. La Policía ya ha encontrado conexiones entre los alborotadores y elementos neonazis en los graves altercados de Madrid y Logroño.
Pero más allá de que las pesquisas policiales permitan aclarar lo ocurrido el pasado fin de semana en nuestro país y determinar quién está detrás de este tsunami de convulsión social, es preciso seguir insistiendo en que la violencia no nace de la nada, sino que es fruto de un discurso minuciosamente trillado y machacado por las derechas españolas desde las tribunas políticas y los medios de comunicación de la caverna mediática. Es obvio que tanto PP como Vox han planificado una hoja de ruta paralela a las urnas para desbancar del poder al Gobierno de coalición por vías, digamos, de dudosa calidad democrática. La guerra judicial o lawfare, la permanente judicialización de la política, los bulos, las constantes conspiraciones y montajes, en definitiva la férrea maniobra de acoso y derribo contra el Ejecutivo Sánchez −todo ello bien aderezado en un clima de máxima tensión y crispación casi prebélico−, han acompañado a la pandemia todos estos meses. Mientras los españoles reclamaban unidad para vencer al coronavirus, Casado y Abascal alimentaban el odio y el rencor. Mientras el Gobierno pedía moderación y espíritu constructivo se desataba la furia. Sin duda, la responsabilidad en este punto es mayor en el líder del PP que en el jefe de la ultraderecha española, ya que los populares siempre fueron un partido de Gobierno del que cabe esperar algo más, no ya de sentido de Estado, sino de simple sentido común, mientras que los neofranquistas han llegado hasta aquí precisamente para esto.
Lejos de recapacitar
o retroceder en su plan de “leña al mono” sin cuartel contra Sánchez,
Casado votó por el “no” a las sucesivas prórrogas del estado de alarma
en contra de la opinión de los científicos; por dar vía libre al “trumpismo” más infame de Isabel Díaz Ayuso
en Madrid; y por conceder pábulo a las teorías de la conspiración más
descabelladas y abyectas. El propio PP madrileño justificó las
caceroladas de “cayetanos” y “borjamaris” en el barrio de Salamanca en plena crisis sanitaria acusando al Consejo de Ministros
de gabinete “totalitario, bolchevique y socialcomunista” dispuesto a
acabar con las libertades en España por haber decretado el confinamiento
de la población en sus casas en el mes de marzo, una medida que por
otra parte adoptaron todos los países del mundo y que finalmente ha sido
la única que ha funcionado para frenar los contagios masivos.
Indudablemente, y por mucho que ahora el PP condene las acciones
violentas, Casado tiene una gran cuota de responsabilidad en las
algaradas del sábado y del domingo, no porque las haya ordenado él, sino
por haber instalado el discurso del rencor en un sector de la población
que al final ha comprado la patraña y que ahora la enarbola en las
calles al ridículo y grotesco grito de “libertad, libertad”.
Viñeta: Igepzio
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