(Publicado en Diario16 el 16 de noviembre de 2020)
A esta hora nadie sabe en qué consiste la ley de memoria histórica que Pablo Casado pretende llevar a las Cortes en las próximas fechas. No se trata de dudar de que el líder de la oposición tenga realmente un borrador preparado, que probablemente lo tendrá, sino de que el contenido, las propuestas, las medidas concretas del PP para la reparación y la justicia de los represaliados por la guerra civil y el franquismo, se desconocen en su totalidad. Es cierto que el propio Casado ha avanzado unas pinceladas de su proyecto para cerrar las viejas heridas que dejaron la contienda y el “cuarentañismo”, pero todo son vaguedades, ambigüedades, puro humo. Dice el nuevo Cánovas del Castillo que su ley pretende ser “transversal” y que afectará a muy diversas materias porque la convivencia “se tiene que labrar” desde la educación en los colegios y en el uso de los símbolos en calles e instituciones. La gran obsesión casadista es conservar el espíritu de la Transición, la convivencia “y los mejores años que nos hemos dado” los españoles.
Muy bien, hermosas palabras pero, ¿cómo se come eso? ¿Piensa el PP dejar a las víctimas de los fusilamientos enterradas en las cunetas y a los pies de las tapias de los cementerios dando la callada por respuesta a los familiares? ¿Mantendrá la momia de Franco en el cementerio de Mingorrubio después de que el Gobierno la desahuciara del Valle de los Caídos? ¿Reconvertirá el mausoleo de Cuelgamuros en un centro de interpretación de la memoria o seguirá dejándolo ahí otros cuarenta años más, con su inmensa y horrible cruz nacionalcatolicista, sus medievales monjes benedictinos de la Falange y demás parafernalia fascista que es la vergüenza de Europa? Todo son preguntas para las que Casado no tiene respuestas sencillamente porque al PP no le importa lo más mínimo el asunto de la memoria histórica.
Una vez más, los indicios apuntan a que el dirigente conservador ha hecho un ejercicio de postureo político, en este caso para contrarrestar el gran golpe de efecto moral y social que para un país como España (con viejas heridas por cicatrizar) ha supuesto la aprobación de la Ley de Memoria Democrática presentada hace unos días por la vicepresidenta Carmen Calvo. Casado funciona así, todo en su estrategia es puro humo, declaración altisonante, fuegos pirotécnicos, ruido y furia. Detrás de la retórica, el vacío más absoluto. Detrás de cada plan económico alternativo que propone no hay nada porque, como buen ultraliberal que es, no cree en el intervencionismo estatal ni en el Estado de bienestar, sino en el libre mercado voraz y sin límite alguno. Detrás de cada propuesta no hay más que mucho titular explosivo, mucho intento de sembrar el escándalo y poca miga que pueda servir para que el país supere la pandemia, remonte el vuelo y salga de la crisis. La derecha española (no solo el PP, tampoco Vox) carece de un proyecto serio de España que vaya más allá de incendiarlo todo dando rienda suelta a una enfermiza obsesión anticomunista. La última operación casadista, su cruenta ofensiva a cuenta de los supuestos pactos del Gobierno con Bildu para la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, no deja ser un episodio más en la truculenta y maquiavélica forma de entender la oposición del líder del Partido Popular. Al poner el grito en el cielo por la participación de Otegi en el borrador de cuentas públicas, Casado no hace otra cosa que tratar de desviar el foco de atención y diluir lo que es un éxito innegable para nuestro país, como es haber conseguido un acuerdo mayoritario entre las distintas fuerzas políticas –superando los caducados presupuestos de Montoro− y mirar con esperanza el futuro. El gran consenso parlamentario en torno a la reconstrucción económica permitirá afrontar con garantías la salida de la crisis del coronavirus y la recepción de los 140.000 millones de euros que Bruselas ha adjudicado a España, en buena medida a fondo perdido.
A lo largo de esta pandemia, el presidente del PP ha demostrado que es un negacionista y un negado para cualquier tipo de acuerdo (revelándose como un sectario incurable). ¿Cómo es posible que invoque la defensa del espíritu de consenso de la Transición −aquel que permitió a las dos Españas cerrar los históricos pactos de la Moncloa− cuando él ni siquiera ha sido capaz de sentarse a negociar un borrador de cuentas públicas y una renovación de los cargos institucionales del Poder Judicial? Casado, por tacticismos y por propia concepción de la política, está absolutamente incapacitado para sacar adelante ningún tipo de negociación con el adversario político. Esa clase se la debió saltar en su polémico máster por Harvard Aravaca y ahora viene a darnos lecciones de leyes de concordia, de memoria histórica, de reconciliación, precisamente un asunto que a él le produce alergia y urticaria aguda. Ya lo dejó muy claro en cierta ocasión, cuando dijo, despectivamente, aquello de que los progres se ponen muy pesados con lo de la fosa del abuelo fusilado, e insinuó que la ley socialista era la manera de que algunos aprovechados (familiares de las víctimas y asociaciones memorialistas) se sacaran unas monedas con las subvenciones oficiales. Esa es, no nos engañemos, la auténtica concepción que tiene Casado de la reparación moral que conlleva la ley de memoria histórica: un chiringuito para cuatro nostálgicos republicanos y perroflautas, un pesebrito, un chanchullo. Por eso su propuesta legislativa “que iría mucho más allá del sectarismo de la ley de memoria y de leyes divisorias que intentan abrir cicatrices y trincheras donde estaban cerradas” es más falsa que un bulo de Vox. Más allá de sus palabras grandilocuentes, nadie con un mínimo de inteligencia puede tragarse la ley de memoria histórica de alguien que no cree en la memoria histórica y que no irá más allá de un bando municipal para retirar cuatro plazas y avenidas del callejero y derribar las maltratadas esculturas de Largo Caballero a golpe de pico y pala.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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