(Publicado en Diario16 el 16 de diciembre de 2020)
Ni Nadia Calviño ni José Luis Escrivá vienen del mundo de la política. Tampoco son socialistas de militancia con una amplia hoja de servicios. La primera se forjó como economista del Estado y es una alta funcionaria española en las instituciones europeas, es decir, una burócrata de Bruselas. Más allá de ser hija de José María Calviño −el que fuera director general del ente público Radio Televisión Española con Felipe González−, hasta que fue elegida para ponerse al frente del Ministerio de Economía no destacaba precisamente por su peso específico en el PSOE. No era una histórica, ni una líder territorial, ni alguien cuyas reflexiones y pensamientos sentaran cátedra en Ferraz. Simplemente Sánchez confió en ella para manejar las cuentas del país con plenos poderes. ¿Por qué? Solo el presidente lo sabe.
En cuanto a Escrivá, estamos ante un perfil bastante parecido. El hoy ministro de Seguridad Social tampoco ha despuntado por su pasado como activista de la izquierda, líder sindical o luchador en la calle. Al igual que su compañera del negociado de Economía, él también viene de los despachos, de los fríos informes, de la tecnocracia. En concreto del mundo de la banca (primero en el Banco de España y después en el BBVA), con el añadido de que en 2014 fue nombrado primer presidente de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), órgano creado en plena crisis por el Gobierno de Mariano Rajoy para garantizar el principio de estabilidad presupuestaria en el marco de sus políticas austericidas. Ciertamente, nunca fue un factótum del socialismo español ni organizó ruidosas huelgas generales en defensa de los derechos de los trabajadores.
Hoy Calviño y Escrivá están en el punto de mira. La vicepresidenta económica por haber desautorizado la subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) que pretende impulsar la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, y por haber frenado en seco la derogación íntegra de la reforma laboral de Rajoy, que estaba pactada con Unidas Podemos, ERC y Bildu. Por su parte, al titular de Seguridad Social se le cuestiona por haber lanzado un paquete de polémicas medidas para supuestamente garantizar la sostenibilidad de las pensiones −prolongación de la vida laboral hasta los 66 y ampliación de los plazos de cotización de 25 a 35 años−, iniciativas que no pocos expertos califican ya de restrictivas de los derechos de los trabajadores.
Sin duda, nos encontramos ante dos ejemplos perfectos del proceso de relativización que viene sufriendo la política española. De un tiempo a esta parte, los partidos se han desideologizado, se han tornado más pragmáticos y líquidos. Las caras de supuestos independientes engrosan las listas de candidatos y la idea pierde fuerza en detrimento del currículum, del apellido y de la marca. Atrás quedaron los tiempos en que los socialistas se forjaban leyendo a Marx y batiéndose el cobre en las barricadas. El funcionario solvente se impone al político; el gestor eficaz al líder social. El perfil neutro, inocuo, invade partidos y ministerios y la consecuencia final es que el ciudadano al final no sabe lo que está votando. Tal es la homogeneización y la uniformidad, que personajes como Calviño y Escrivá podrían fichar perfectamente por el PP y a nadie le extrañaría.
Pero en este caso no solo se trata de dos apuestas personales de Pedro Sánchez, sino también de una estrategia concreta para darle a su Gobierno una pátina de moderación e institucionalidad con la que quitarse de encima el sambenito de radical. La historia se remonta a enero de 2019, cuando el futuro presidente socialista se vio obligado a tejer todo tipo de alianzas en la sombra para tratar de apuntalar su frágil gabinete y evitar unas elecciones que finalmente tuvo que convocar el 28 de abril de 2019. Con Vox subiendo como la espuma, el PP al rebufo de la extrema derecha y Podemos en una fase de preocupante estancamiento, a Sánchez solo le quedaba acercarse a Ciudadanos en busca de aliados para cerrar sus Presupuestos Generales del Estado, que tenían que ser los más sociales de la historia. Y ahí entraban los poderes fácticos económicos.
En ese contexto Iván Redondo, jefe de gabinete de Sánchez y gran artífice de la moción de censura que derrocó a Mariano Rajoy, mantuvo en Madrid, en lugar desconocido, una discreta reunión con una veintena de presidentes y altos cargos de los consejos de administración de las empresas más importantes del Íbex 35. Ningún medio de comunicación fue convocado al acto y el encuentro ni siquiera aparecía en la agenda de trabajo del jefe del Ejecutivo. Fue una reunión privada, secreta, aunque de la mayor trascendencia, ya que entre los objetivos del Gobierno sin duda estaba explicar a los prebostes de los buques insignia de la economía española su proyecto de presupuestos generales. Había que tranquilizar a las gentes del dinero, temerosas ante las medidas socialdemócratas que se avecinaban, y garantizarles que no estaba en marcha ninguna revolución bolivariana, sino que la economía española seguiría por la senda del capitalismo neoliberal.
La cumbre duró una hora y cuarto y los empresarios pudieron intercambiar opiniones con la delegación de asesores del Gobierno. Quizá de allí salió el pacto de que el futuro gabinete socialista, en el caso de necesitar del apoyo de Unidas Podemos, quedaría a salvo de aventuras “demasiado izquierdistas”. Calviño y Escrivá no son más que la consecuencia lógica de aquellos tensos contactos con las élites financieras. Dos garantías fiduciarias de que el PSOE jamás cruzaría el Rubicón hacia un Estado primordialmente intervencionista. Hoy, en medio de la turbulenta negociación de la reforma laboral entre Gobierno y agentes sociales (con el ruido de los desencuentros y discusiones entre socialistas y podemitas como telón de fondo) asistimos en vivo y en directo a los primeros movimientos de Calviño/Escrivá para mantener a salvo las esencias del capitalismo ultraliberal. Y es que en política, como todo en la vida, cada cosa tiene su causa y origen.
Viñeta: Pedro Parrilla
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