(Publicado en Diario16 el 11 de noviembre de 2020)
El periodismo es ese oficio que trata de sacar a la luz una verdad que el mal pretende enterrar a toda costa. Una sociedad democrática sin buenos periodistas está condenada a la endogamia de la corrupción, al oscurantismo y a la tiranía. Durante cuarenta años de libertades el periodismo español se ha renovado en modos de producción y rutinas de trabajo, dejando atrás el lastre de la dictadura franquista con sus censuras, sus mordazas y la sombra de la cárcel que siempre pendía sobre todos aquellos que intentaban ejercer la profesión libremente, con objetividad, imparcialidad y rigor.
Tras la Transición y la conquista del derecho a la libertad de prensa e información, España pasó de aquellas grotescas portadas propagandísticas del ABC y El Alcázar −con un Generalísimo siempre victorioso y triunfador− al periodismo moderno, independiente, a la americana. Fue así como se destaparon escándalos sonados, véase Filesa, GAL, Roldán, Mariano Rubio y otros muchos. La revolución de las rotativas resultó incluso más importante y decisiva para nuestra joven democracia que la legalización del Partido Comunista o la Ley del Divorcio. Fueron los años dorados del periodismo en su función de cuarto poder; por fin los españoles iban a saber lo que se cocinaba en los siniestros despachos ocupados por los supervivientes franquistas disfrazados de demócratas.
Hoy, en plena transformación digital y hundimiento del sector debido a la recesión económica, la profesión sufre una crisis de identidad sin precedentes a la que se ha referido, aunque indirectamente, el rey Felipe VI durante el acto de entrega de los Premios Internacionales de Periodismo que convocan anualmente la Agencia Efe y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid). El monarca ha destacado que el periodismo “es siempre necesario”, especialmente en medio de una pandemia como la que asola el país, y ha recordado que la práctica de un periodismo de calidad constituye cada vez más “una exigencia social”.
Es de aplaudir que el jefe del Estado se preocupe por la salud de nuestros medios de comunicación, que a fin de cuentas es la salud de nuestra democracia, pero habría que preguntarse dónde estaban nuestros periodistas cuando Zarzuela se convertía en una agencia de contratación de negocios en el extranjero. Durante más de cuatro décadas se desplegó un manto de silencio sobre las actividades privadas de Juan Carlos I, hasta el punto de que se le consintió todo, la opacidad en las cuentas, los yates, la máquina de contar billetes, los regalos y las amistades peligrosas con aquellos jeques árabes cargados de maletines y petrodólares que entraban y salían de Marbella dejando su rastro fétido de satrapía y corrupción. La monarquía fue el gran punto negro de un periodismo, el español, que ha trabajado mucho y bien desenterrando escándalos que de otra manera habrían quedado tapados u olvidados en los juzgados y tribunales. Gracias a la labor de la prensa, la opinión pública española ha podido seguir, minuto a minuto, y folio a folio, sumarios tan importantes como el caso ERE, Gürtel, Púnica o Lezo. Nuestros periodistas de investigación han trabajado de forma brillante, en ocasiones en condiciones precarias, y casi siempre con una profesionalidad que nada tiene que envidiar a las grandes cabeceras norteamericanas del género como el New York Times o el Washington Post. El caso Nóos, el primer gran asunto que salpicó a la Casa Real, pasará a la historia como el mejor ejemplo de que mientras haya buenos periodistas y un juez valiente e imparcial como José Castro dispuesto a no dejarse amedrentar, la democracia tendrá futuro. Obviamente, al lado del escándalo Corinna que persigue hoy al rey emérito las trapacerías de Iñaki Urdangarin nos parecen poco menos que un juego de niños, un menudeo de aficionados.
Sin embargo, el periodismo español tiene que hacer examen de conciencia, ya que cuando llegó el momento de fiscalizar al ex jefe del Estado, al gran factótum de la Transición española, las plumas enmudecieron, la tinta se secó y las rotativas se detuvieron. Tuvieron que ser otros, los reporteros de los tabloides ingleses como The Telegraph, quienes vinieran a investigar lo que aquí se tapaba y se callaba vergonzosamente. Esa página oscura quedará para la historia de nuestro periodismo patrio y de nuestra frágil democracia. Gracias a medios extranjeros como Forbes hemos sabido a cuánto ascendía la fortuna del rey emérito, el affaire Corinna, las fundaciones en el extranjero como burdas tapaderas para la evasión, las cuentas en Suiza, las comisiones del AVE a la Meca, las tarjetas Royal Black, las yeguadas que lavan dinero y la calderilla de Jersey. Todo eso que no quisimos desvelar por miedo reverencial, consignas de las altas esferas o pactos de silencio.
Está bien que Felipe VI apele a la calidad de nuestros profesionales y que reivindique la importancia de un “periodismo de calidad, el que brinda información confiable que constituye cada vez más una exigencia social”. Está muy bien que el monarca recuerde que “donde hay buenos periodistas hay rigor, veracidad, investigación y análisis crítico como valores fundamentales para toda la sociedad que deben transmitirse a las nuevas generaciones”. Todo eso es cierto, como también lo es que la institución monárquica ha fracasado tras décadas de falta de transparencia. Mientras los escándalos alrededor del rey emérito siguen sucediéndose día sí día también; mientras Juan Carlos sigue fugado o exiliado o de vacaciones en Abu Dabi (a estas alturas los españoles aún no sabe en qué situación legal se encuentra el que fuera su jefe de Estado y primer guía en la Transición de la dictadura a la democracia), cabe preguntarse si el manto de silencio se ha acabado realmente o como tantas otras cosas de la monarquía (incluida la inviolabilidad) esto también se hereda.
Viñeta: Igepzio
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