(Publicado en Diario16 el 8 de septiembre de 2021)
Goya era un ilustrado, un espíritu crítico, uno de esos a los que llamaban afrancesados y que estaban empeñados en llevar educación, cultura y racionalismo a las gentes de su tiempo. Goya es la razón frente a la locura, la inteligencia frente a la superstición, la luz frente a la oscuridad, el atavismo y la beatería santurrona de un pueblo sometido por la nobleza. Nuestro pintor más universal poseía una sensibilidad especial para retratar la gran tragedia de la guerra, la miseria y el hambre de la gente y en general el embrutecimiento de toda una época. Si Goya levantara hoy la cabeza y comprobara a lo que ha llegado esta España de políticos cainitas, financieros trincones y falsos patriotas, correría otra vez a su última morada, sin dudarlo, deprimido y convencido de que este país no tiene arreglo.
Y mucho más se revolvería en su tumba don Francisco tras enterarse de que la Fiscalía ha ordenado que se investigue si Fernando Ramírez de Haro, marido de Esperanza Aguirre, evadió impuestos con la venta por cinco millones de euros por uno se sus cuadros, un retrato de Valentín Belvís de Moncada y Pizarro, marqués de Villanueva del Duero. Para Goya, este lamentable suceso, este trapicheo barato con su obra universal, sería la constatación palpable y fehaciente de que España ha podido avanzar mucho desde aquel convulso siglo XIX marcado por la invasión napoleónica, pero en esencia los españoles seguimos siendo lo mismo de siempre: fenicios capaces de traficar y rapiñar con el patrimonio cultural y el arte, que es lo más sagrado que tiene no solo un país sino el ser humano.
España sigue siendo ese lugar cuyos monumentos románicos y góticos se caen a trozos y amenazan ruina por abandono y falta de atención de las autoridades; España no ha dejado de ser un reino bajo dominio de un Borbón que se ha olvidado de la pobreza y la pandemia de su pueblo para meterse a habilidoso comisionista internacional; España, en fin, sigue siendo lo que siempre fue, un cortijo de señoritos con palacios llenos de lujosas y luminosas lámparas de araña mientras los miserables viven a oscuras, pasando calor y a golpe de abanico porque no les llegan los cuartos para pagar la factura de la luz a final de mes.
Los cuadros de Goya siempre están de plena actualidad en este bendito país estancado en el barro del tiempo, y la familia de Carlos IV, los aprovechados validos, los intrigantes Godoys, las inquietantes duquesas de Alba y los ineptos del poder como Fernando VII, siguen en el mismo sitio, pululando y haciendo negocio aquí y allá, con la sangre del pueblo, con lo que se pueda y donde se pueda, incluso con los cuadros eternos que deberían estar protegidos como riqueza cultural de toda una nación y que al final terminan colgados en la pared de la letrina de cualquier rico hacendado que ni siquiera sabe quién fue el genio de Fuendetodos.
Hoy, el gran pintor aragonés derramaría lágrimas de desencanto, pero no porque han hecho oscura ganancia y turbio negocio con su cuadro del noble Valentín Belvís de Moncada y Pizarro, sino tras constatar que su querida y triste España no se diferencia demasiado de aquella que él conoció hace poco más de dos siglos. La Sexta cuenta que la fiscal María López Orejas quiere revisar la declaración de renta del marido de Aguirre para comprobar si se ocultaron al fisco unos 600.000 euros de vellón de cuota defraudada por la venta de la obra, que finalmente terminó en manos del empresario Juan Miguel Villar Mir, otro grande de España de los de toda la vida. Aquí, los cuadros de Goya van pasando de rico en rico, de mano en mano, de cuello blanco a cuello blanco, cuando lo normal es que estuviesen todos en El Prado para enseñanza, cultura, goce y disfrute de los españoles.
De momento, el caso está por aclarar (sub iudice como dicen los tertulianos pedantes de la televisión), mientras Aguirre ha asegurado a La Sexta que está «todo en regla», acusa de “intoxicador” al abogado de su cuñado (el diplomático y dramaturgo Íñigo Ramírez de Haro, denunciante de la venta del cuadro) y se muestra tranquila en su diván, como una de aquellas majas goyescas que se sentían por encima del bien y del mal. Lo más seguro es que al final todo quede en nada (la Justicia española de Lesmes suele ser benévola y condescendiente con el poderoso e implacable con el robagallinas) pero quedará para siempre que un cuadro inédito de Goya fue vendido sin piedad ni miramientos, a tocateja, aquí te pillo aquí te mato, precisamente cuando Aguirre presidía la Comunidad de Madrid y estaba obligada a proteger la obra como Bien de Interés Cultural. La condesa de Bornos ni siquiera fue capaz de tener esa elegancia y ese detalle con el pintor más célebre e importante de nuestra historia (muy patriota ella pero al cuerno con la memoria histórica y cultural) ni tampoco con el protagonista del cuadro, don Valentín, ese trémulo y pálido teniente general del Ejército de Carlos IV que además era antepasado del marido de la expresidenta madrileña. Y es que cuando se trata de hacer negocio crudo y a calzón quitado, aquí no hay familia, ni goyas, ni arte universal que valga.
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