(Publicado en Diario16 el 17 de septiembre de 2021)
¿Se acuerda el ocupado lector de aquel tiempo tan feliz, cuando presumíamos de que en España no había fascistas ni partidos o movimientos ultraderechistas con entidad suficiente como para ser considerados un peligro para la democracia? Fue tal que ayer, cuando Pablo Iglesias subía como la espuma mientras en lugares como Grecia o Italia los nostálgicos del nazismo se instalaban cómodamente en el poder. Todos nos felicitábamos de lo demócrata, avanzado y civilizado que era este país donde los bárbaros totalitarios no tenían cabida. “Suerte que no tenemos una ultraderecha organizada”, se vanagloriaban los expertos politólogos. “Menos mal que aquí no sufrimos ese problema”, concluían los tertulianos de la cosa sacando pecho. Pues miren ustedes cómo ha terminado toda esta historia: con más de un millón de votantes y cincuenta y dos escaños del Congreso de los Diputados en manos de los firmes defensores del régimen franquista. Menos mal que no había gente de esa por las calles.
Ahora alguien podría estar cayendo en el mismo error de la desinformación por desidia, pero esta vez con los negacionistas de la pandemia y de las vacunas. “Qué va, hombre, si eso es cosa de los norteamericanos, que son todos unos brutos”, dicen los mismos que descartaban el riesgo de nazificación. Los optimistas radicales, esos que suelen llevar a una sociedad al desastre, se basan en varios argumentos para concluir que los españoles estamos en un peldaño cultural tan avanzado que jamás caeremos en el oscurantismo, la superchería y el negacionismo acientífico. Según estos eufóricos inconscientes, el peligro no existe porque aquí confiamos en nuestra Seguridad Social como si fuera una estampita de la Virgen María, porque estamos todos inmunizados con la triple vírica desde bien niños y porque este es un país formado e informado que no cree en paranoias conspiranoicas. Además, consideran que el movimiento anticiencia no ha prendido en España como en otros países como Francia o Estados Unidos porque, quizá por influencia de cuarenta años de dictadura franquista, no existe una masa social crítica que cuestione las leyes y normas del Gobierno de España. Nada más lejos.
Todos los argumentos buenistas caen por su propio peso cuando leemos este titular en la prensa de hoy: “Una embarazada negacionista va al parto con su abogado y consigue no usar mascarilla ni someterse a una PCR”. Al parecer, la mujer llevó tan lejos su delirio que obligó a los médicos del Hospital La Fe de Valencia a activar el protocolo de seguridad contra el covid para poder atenderla durante el parto, de forma que los profesionales se vieron obligados a asistirla enfundados en un EPI o traje de protección especial. Que una mujer se presente en el paritorio sin mascarilla y poniendo en peligro la integridad de su bebé, acompañada de su abogado y resistiéndose con energía a los protocolos sanitarios más elementales (alterando el buen funcionamiento de un hospital) es como para echarse a temblar y no puede quedar en una simple anécdota con la que echarnos unas risas.
Esta misma semana hemos sabido que hay padres que se niegan a que sus hijos vayan al colegio con mascarilla y este verano la Junta de Andalucía informaba de que el 72 por ciento de las personas que estaban ingresadas en ese momento en Unidades de Cuidados Intensivos a causa del covid eran negacionistas, es decir, gente que no se quería someter a la vacuna.
Es evidente que existe un problema oculto, soterrado, de dimensiones desconocidas, y aunque resulta imposible saber cuántas personas son negacionistas en este país, el problema debe ser analizado con extrema minuciosidad. Las manifestaciones contra el Gobierno en los peores días de la pandemia revelaron que no eran pocos y personajes como Miguel Bosé, con sus disparatadas teorías, han contribuido a agitar este “movimiento marciano” que no está ni mucho menos acabado. Es cierto que la inmensa mayoría de la población española se ha sometido voluntariamente a la campaña de vacunación (más del 70 por ciento hasta ahora, un ejemplo para el resto de Europa) pero también es un dato empírico que el ritmo de inmunización se ha ralentizado en las últimas semanas precisamente porque ha llegado el turno de los negacionistas reacios a pasar por la consulta para remangarse ante la jeringuilla. Se mueven en las redes sociales y se mueven bien.
No tenemos razones para pensar que somos diferentes al resto del mundo que ya sufre esta lacra (aquí somos tan analfabetos científicos como los que más) ni para minusvalorar la amenaza real a la que nos enfrentamos. Según un titular del diario El País, un medio nada sospechoso de ser poco fiable, cuatro de cada diez españoles creen que hay una conspiración política detrás de las vacunas. Nos sometemos al incómodo pinchazo, es cierto, pero, ¿lo estamos haciendo por convicción, por auténtica confianza y fe ciega en la ciencia y la razón, o por miedo a quedar condenados a la marginación social? Hay motivos para tomarse en serio el fenómeno y si no lo hacemos corremos el riesgo de que algún día, cuando ya sea demasiado tarde, los veamos instalados en el Parlamento y tomando disparatadas decisiones, tal como ha ocurrido con los patriotas de Franco.
Viñeta: Pedro Parrilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario