Ahora que los vemos desfilar por Chueca, con sus botas militares, sus rojigualdas y esvásticas al viento, sus sonrisas de hienas resentidas y sus cánticos homófobos y racistas, nos preguntamos cómo es posible, qué hemos mal, cómo hemos podido llegar hasta aquí. Y solo hay una respuesta posible: la democracia española ha fracasado. Podríamos dedicar libros enteros a investigar el fenómeno de los nazis emergentes, las causas, los orígenes, el embrión del problema, y todo nos llevaría a la misma conclusión: ha fallado todo, absolutamente todo.
En primer lugar, ha fracasado un sistema educativo errático que se olvidó de enseñar la historia a nuestros colegiales e interpretarla a la luz de valores democráticos. La memoria histórica no es ningún capricho ni una cosa de rojos republicanos o culturetas modernos con gafas de pasta y ganas de abrir viejas heridas. Enseñar los acontecimientos históricos a las nuevas generaciones, tal como ocurrieron, es algo tan necesario y esencial en la formación de los niños como la merienda a su hora, la higiene contra el piojo o el amor de los padres. No lo hicimos y muchos cayeron en la trampa de la desmemoria y la incultura.
Pero el fiasco no puede explicarse solo desde el punto de vista de la mala educación que durante generaciones hemos ofrecido a nuestros chavales. Está la explicación política (los sucesivos gobiernos han tolerado los grupos nazis al considerarlos chicos inofensivos) y también la económica, ya que desde la Transición hasta hoy hemos cosechado varias generaciones de perdedores, una muchachada abandonada a su suerte, mozos y mozas que no creen en la democracia porque sencillamente la democracia los estafó, les vendió un futuro que nunca fue y los condenó al infierno sucio del extrarradio lleno de jeringuillas y escombros. Ahí, y no en las élites o en las grandes estirpes, es donde hay que buscar el germen del monstruo.
El primer culpable del resurgir del nuevo fascismo no está solo en la derecha española (demasiado condescendiente con el falangismo), sino en la izquierda desnortada, en Felipe González, que allá por los ochenta traicionó a la clase obrera con sus reconversiones industriales, su socialismo caviar y su europeísmo barato que no fue más que un humo engañoso para el resentido lumpenproletariat. Hoy, con la socialdemocracia maltrecha y languideciente tras décadas de traiciones e injusticias sociales, Vox sigue reclutando votos entre esas masas de obreros desencantados, los rebotados del PSOE y sus descendientes, que han mamado el odio al socialismo en las casas baratas de los cinturones decrépitos de tantas ciudades industriales.
Con todo, el problema ya no es que el partido de Santiago Abascal esté captando a los desertores y disidentes de la izquierda. El mundo de hoy avanza deprisa y en apenas un par de años los líderes de Vox se han quedado en ultraderechita cobarde, tibios, viejunos, y muchos de los jóvenes resabiados que odian la democracia y el establishment han terminado cayendo en algo mucho peor, en los grupos neonazis que niegan el holocausto judío y los derechos humanos. Gente que sueña con un caudillo totalitario que les devuelva el orgullo perdido. Gente que aguarda la llegada de un mesías, militar por supuesto, que los rescate del barro, los mire a los ojos y les diga: el mundo es vuestro. Así fue como Hitler llegó al poder, seduciendo a las masas empobrecidas y fracasadas de la República de Weimar.
Desde que Pedro Sánchez aterrizó en Moncloa han ocurrido todo tipo de calamidades, una pandemia mundial, una crisis que ni la posguerra, un temporal que sepultó Madrid bajo la nieve, inundaciones, un terrible volcán y ahora los jóvenes nazis que regresan por sus fueros. Demasiados cataclismos que podrían llevarnos a pensar que quizá el problema sea él, que es gafe. Pero no, dar por buena esa explicación sería caer en lo fácil. Lo único cierto es que la batalla empezó a perderse cuando las mocedades de hoy, narcotizadas por el porrete, los elixires del gimnasio, el culto al cuerpo y el hechizo Instagram, dejaron de leer a Marx y se desclasaron por pérdida de la fe (en realidad cuando dejaron de leer libros en general, que ese es otro factor del problema). Por eso se han desentendido hace tiempo del mito de la revolución y de la izquierda. Por eso miran a su alrededor y ven que aquí siempre prosperan los mismos, los instalados, los oportunistas, los enchufados que les cae un chiringuito del cielo, las estirpes de siempre, los renegados del socialismo y reconvertidos en liberales, los listillos que se lo montan a tope en grandes mansiones y chalés, sean de izquierdas o de derechas, que eso ya es lo de menos.
La nueva hornada nazi concluye que la democracia es un timo para que
vivan cuatro y en su odio eterno al sistema decide pasar a la acción y a
la caza del hombre, que ya no es el judío, sino cualquiera, el homosexual de
Chueca, el mantero, la feminista o el vecino del quinto que les cae
mal, eso sí, todo aquel que esté implicado en la defensa de las
libertades que ellos denigran. Y así es como pasan de la cola del paro,
de la litrona del parque o del bareto cutre del barrio obrero a la
ultraviolencia salvaje en plan La naranja mecánica. Hoy ha sido Madrid, mañana será Valencia, Barcelona o Sevilla.
Ya están por todas partes y cuando los veamos desfilar de nuevo por las
calles de nuestras grandes ciudades no debemos verlos como marcianos
con bates de béisbol que han aterrizado de Marte. Son
nuestros despojos humanos, nuestros bichos, los insectos de las cañerías
podridas de la democracia que pululan por nuestra basura. Nosotros los
hemos creado tras demasiado tiempo de desidias, injusticias y mentiras.
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