(Publicado en Diario16 el 7 de septiembre de 2021)
Se ha abierto la veda, la “caza al maricón”, como se dice en los ambientes falangistas pistoleros y machos. Las agresiones homófobas se han multiplicado en los últimos meses y las personas no heterosexuales dicen tener miedo a salir a la calle por los intolerantes que pretenden imponer la ley del más fuerte. Todas las señales de alarma se han disparado, el Gobierno convoca una reunión de urgencia y los colectivos LGTBI denuncian un retroceso de la libertad sexual que no se conocía desde “los tiempos del blanco y negro” tardofranquista. España tiene un grave problema con los delitos de odio, como confirma el último brutal ataque perpetrado en el barrio madrileño de Malasaña por ocho encapuchados que persiguieron a un joven homosexual hasta el portal de su casa, donde le cortaron el labio y le grabaron la palabra “maricón” en el glúteo a punta de cuchillo.
Esta salvajada no ocurre espontáneamente y por azar. Detrás siempre hay un mensaje político, una exaltación totalitaria, el acto de reafirmación de un grupo que pretende aniquilar a otro o echarlo del país. Es decir, fascismo en estado puro. Políticos como Joan Baldoví opinan que hay una relación causa-efecto entre los discursos violentos que promueve Vox contra las minorías y los delitos de odio. Para el portavoz de Compromís, la formación ultra de Santiago Abascal no es la autora material de las últimas agresiones, pero está convencido de que relatos como los que continuamente propalan los ultras en la sociedad española agitan a los “bellacos descerebrados”, que acaban sintiéndose legitimados para perpetrar las peores atrocidades.
Por mucho que la Justicia haya sentenciado que no existió odio en la campaña que Vox puso en marcha contra los menores inmigrantes no acompañados (menas) en las recientes elecciones de Madrid, hay hemeroteca más que suficiente y tuits incendiarios de los dirigentes voxistas como para concluir que no predican precisamente la paz entre las gentes por encima de ideologías políticas, ni la integración entre las razas y los pueblos, ni el respeto a movimientos sociales como el feminismo o los animalistas. Tampoco se han mostrado precisamente educados con las personas homosexuales, bisexuales y transexuales, si nos atenemos al discurso que mantiene gente como Rocío Monasterio, una mujer partidaria de llevar el “Día del Orgullo Gay y fiestas similares a la Casa de Campo” (el lugar que Vox quiere convertir en el gueto de los marginados de Madrid).
Otros miembros del partido verde tampoco se han cortado un pelo a la hora de decir que el Orgullo Gay causa verdaderos problemas y atascos y deja demasiada basura a su paso, tomando a sus participantes por un hatajo de guarros repugnantes a los que el Ayuntamiento debería pasar la factura con los gastos de limpieza de la fiesta. Pero eso tampoco es un discurso de odio, qué va, es armonía, paz y amor entre los hombres y mujeres de buena voluntad.
Ninguna de estas cafradas que van soltando los responsables de Vox caen en saco roto y más tarde o más temprano remueven la bilis de los intolerantes, de los hombres de acción con más músculo que neuronas, de los que pasan de la teoría y la boutade retórica en Twitter al puñetazo en un ojo, la navaja, el bate de béisbol y el puño americano, mecanismos discursivos mucho más sangrientos y trágicos que los tuits faltones de Abascal.
La verborrea trumpista de Vox, su jerga belicista, toda esa basura ideológica sobre la batalla cultural, el desprecio a las “feminazis” y a los menas, la ridiculización de la derechita cobarde y el rechazo al “consenso progre” (que en definitiva es la negación total de los cuarenta años de avances en derechos humanos y derechos sociales en este país) forman parte de un relato que si no entra dentro de la categoría del odio poco le falta.
De momento, todos los partidos políticos menos el PP han concluido que esta caza al homosexual que se ha desatado en las calles de Madrid tiene mucho que ver con la llegada al Parlamento del partido ultraderechista, que en las elecciones generales del 28A de 2019 alcanzó más del 10 por ciento de los votos. La violencia social siempre tiene un ideólogo y un ejecutor. Un listo que hace filosofía barata con la maldad en los despachos de allá arriba y un tonto útil que parte cabezas en los barrios bajos.
Es verdad que Vox ha condenado el brutal ataque de Malasaña, pero no es menos cierto que acto seguido ha matizado su rechazo a la violencia añadiendo la infame coletilla, el “pero” de turno, las medias tintas de siempre. “Aunque alguno se ruborice y nos llame xenófobos y racistas, la violencia tiene una causa directa en estos momentos en España con la entrada masiva de inmigración ilegal”, asegura Ortega Smith. El partido de Abascal nos tiene acostumbrados a declaraciones marcianas de este calibre, pero lo de atribuir el linchamiento de un muchacho por causa de su condición sexual a la entrada de extranjeros por la frontera de Ceuta es de locos.
Y luego están los que anteponen sus cálculos políticos a la verdad. Entre ellos está, sin duda, el alcalde de Madrid, Martínez-Almeida, que no ve relación alguna entre la irrupción de la extrema derecha en la vida pública española y las razias, batidas y persecuciones noctunas contra el diferente. Y lo dice el hombre que arrió la bandera arcoíris de la Casa Consistorial para contentar a los xenófobos. A este le preguntan sobre la matanza de Atocha de 1977 y es capaz de decir que los grupos fascistas no tuvieron nada que ver. De tanto mezclarse con ellos se le está poniendo una cara de negacionista que tira para atrás.
Viñeta: Pedro Parrilla
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