martes, 12 de octubre de 2021

LA MESA DE NEGOCIACIÓN

(Publicado en Diario16 el 25 de septiembre de 2021)

La detención de Carles Puigdemont en Cerdeña ha estado a punto de tirar por tierra la mesa de diálogo. Pero al menos ha servido para constatar lo tortuoso y complicado que va a resultar el proceso de negociación, en parte por la influencia de fuerzas hostiles dispuestas a impedir que el barco llegue a buen puerto. Los antecedentes históricos nos enseñan que solo los estadistas más cualificados están en condiciones de afrontar un reto semejante. Cuando De Klerk y Nelson Mandela iniciaron las arduas conversaciones para terminar con el régimen racista del apartheid, nadie daba un duro porque aquello saliera bien. Ambos líderes estaban fuertemente presionados por los suyos: el presidente sudafricano por la oposición de grupos de extrema derecha blancos cada vez más hostiles; Mandela por el rechazo de un sector negro radical que no estaba dispuesto a llegar a ningún tipo de acuerdo con los capataces que los habían esclavizado durante siglos. Al final la cosa salió milagrosamente bien y Madiba se acabó convirtiendo en el primer presidente negro de la nación.

Tras más de una década de negociaciones, el 10 de abril de 1998 los terroristas del IRA y el Gobierno británico firmaron el acuerdo de Belfast, también conocido como el tratado del Viernes Santo. Diez años de tira y afloja, de atentados y muertos, en los que las partes, presionadas por sus poderes fácticos (ejército, Iglesia y gran capital) se levantaron varias veces de la mesa de negociación dando un portazo a la paz. Ningún historiador se explica cómo aquello pudo terminar exitosamente.

No hay ninguna razón lógica, más allá del orgullo patriotero herido, para que los independentistas abandonen la mesa de diálogo para Cataluña tras la detención de Puigdemont en Cerdeña, que finalmente ha quedado libre y ha podido salir de la prisión Giovanni Bachidu, una de las más duras del país. Si negros y blancos sudafricanos y católicos y protestantes irlandeses pudieron ponerse de acuerdo (a pesar de toda la sangre que había corrido), ¿cómo no va a ser posible que catalanes y españoles, dos pueblos sobre los que no pesan antecedentes recientes de guerra y violencia, sienten las bases de una relación fructífera, pacífica y duradera?

Ayer fue un día para el pesimismo y por momentos parecía que el diálogo se iba al traste sin remedio. Con el líder soberanista en prisión, ambas partes empezaron a lanzarse mensajes negativos, acusaciones y reproches que amenazaban con erosionar el buen clima de entendimiento con el que se había abierto la mesa de negociación. La presión externa fue brutal, ya se encargó Pablo Casado de echar combustible a la caldera. Sin embargo, las aguas retornaron a su cauce con la puesta en libertad del expresident convergente y Gobierno y Generalitat volvieron a respirar aliviados. Ni a Pedro Sánchez ni a Pere Aragonès les convenía un Puigdemont entre rejas, de hecho, la reactivación de la euroorden por parte del juez Pablo Llarena suponía todo un misil en la línea de flotación de la mesa de diálogo. La decisión del magistrado instructor, entendible desde un punto de vista jurídico pero un fiasco político para el país, parecía diseñada a propósito en los despachos de Casado y su socio Santiago Abascal, siempre empeñados en hacer embarrancar cualquier tipo de acuerdo.

Durante horas de confusión, la sombra del desastre planeó sobre los partidarios del diálogo y el pesimismo sobre el futuro de Cataluña volvió a imperar de nuevo. Solo Oriol Junqueras, el gran impulsor de la vía negociadora con el Estado (quizá por eso lo llaman botifler) parecía dispuesto a mantener el tipo en los peores momentos, mientras los CDR y las asociaciones soberanistas organizaban manifestaciones multitudinarias en Barcelona y protestas ante el consulado italiano. Es cierto que el líder de Esquerra Republicana acusó a “una parte de los aparatos del Estado” de “utilizar la represión como único instrumento para intentar resolver un conflicto político” e incluso se mostró escéptico respecto al futuro del proceso negociador tras la detención de Puigdemont. Sin embargo, se mantuvo fuerte en sus posiciones: “Yo no rompería en ningún caso ninguna mesa de negociación”. Ahí salió a relucir el pacifista templado y encajador.

El episodio de Cerdeña ha servido para que todos se retraten y para que los negociadores confirmen que tienen al enemigo en casa: Sánchez padece a los intrigantes en el dúo Casado/Abascal; Aragonès al propio Puigdemont, un hombre resentido y echado al monte que ya solo piensa en su situación procesal y en el camino unilateral hacia la independencia, que como todo el mundo sabe solo conduce al desastre y a la melancolía. Los manuales de la negociación de conflictos políticos advierten de que los interlocutores se enfrentan a peligrosas trampas como el tribalismo, es decir, la tendencia a ver el bando propio como amigo mientras el otro es un grupo sospechoso del cual debe desconfiarse a todas horas. Pero hay más celadas y cepos, como la satanización (la inclinación a ver a la otra parte como el “malo” de la película, no solo culpable de actos malos, sino fundamentalmente malo en esencia); el moralismo (la presunción que lleva a ver al interlocutor del otro lado de la mesa como completamente equivocado, mientras que uno está en posesión de la razón); y la “llamada a la batalla”, que presupone que la negociación es una guerra que debe ganarse a toda costa. Las derechas españolas y también las catalanas soberanistas están poniendo en práctica todas estas artimañas para volar cualquier puente de entendimiento.

Hoy, a punto de resolverse el incidente de la detención de Puigdemont, las cosas vuelven a verse de otra manera. Lo más probable es que, tras comparecer en los juzgados italianos, el expresident de la Generalitat quede en libertad en los próximos días y pueda regresar a su confortable refugio en Waterloo. La batalla de Cerdeña, una isla de glorioso pasado catalanista, ha venido a confirmar dos cosas. En primer lugar, un nuevo ridículo de la Justicia española, que no ha sabido calibrar la oportunidad de solicitar el arresto y la extradición de Puigdemont justo cuando arrancaba la mesa de negociación. En segundo término, que los enemigos del diálogo están dispuestos a todo con tal de que las conversaciones fracasen y la famosa mesa quede reducida a la condición de tabla de náufragos. Sánchez y Aragonès han salvado un match ball, pero el trance ha servido para demostrar que ambos tienen por delante un camino lleno de escollos y traidores. Como tantos otros negociadores de la historia que les precedieron.  

Viñeta: Lombilla

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