(Publicado en Diario16 el 9 de septiembre de 2021)
El titular era demasiado goloso como para dejarlo escapar. Tenía todos los ingredientes morbosos para reventar las redes sociales y provocar un cataclismo político sin precedentes: ocho encapuchados atacando a un homosexual al más puro estilo Ku Klux Klan, homofobia desatada, grupos urbanos ultras organizados y dando caza al hombre, la unidad antiterrorista movilizada e investigando el asunto, España entera en la calle en manifestaciones masivas. Un bocado suculento para los políticos y una bicoca para los periodistas, que nos subimos a ese carro animosamente y sin excepción.
Sin embargo, en apenas unas horas, la Policía española (que afortunadamente para todos nosotros sigue trabajando con destreza, para algo es una de las mejores del mundo) desmontaba la historia tras comprobar que las cámaras de seguridad instaladas en la calle no habían registrado, extrañamente, el momento en el que los supuestos cafres abordaban a la víctima para vejarla cruelmente. Ante esa prueba contundente, el chaval se derrumbó y confesó que todo había sido una invención, que su denuncia era falsa y que ningún vándalo le había marcado la palabra “maricón” y una cruz invertida (a punta de cuchillo) en las nalgas, ya que esas heridas eran consecuencia de un juego masoquista con otras parejas que no eran la suya (de ahí el montaje para ocultar su infidelidad).
Nadie daba crédito ante un caso que registraba un giro de ciento ochenta grados. Los políticos se apresuraban a borrar sus tuits, los tertulianos y columnistas escondían la cabeza debajo del ala o hacían mutis por el foro, los convocantes de la manifestación contra la homofobia se reunían para decidir qué hacer y la prensa, toda la prensa sin excepción, quedaba en evidencia. El país entero había estado a punto de convulsionar por una noticia fake que esta vez no salía de las cloacas de las redes sociales, sino de las televisiones que vemos cada día, de las cadenas de radio, de las rotativas y páginas webs de los periódicos más prestigiosos. Todo el sistema se había agitado, como en una grave crisis de histeria colectiva, por la bobada de un sujeto temeroso de que su novio se enterara de que le había puesto los cuernos.
La escabrosa historia tiene no pocas aristas e interpretaciones de todo tipo. La primera que no se puede acusar sin pruebas y la segunda que quien saca rédito político de esta delirante película es la extrema derecha, que esta vez y sin que sirva de precedente no estaba en el ajo, aunque es cierto que con su discurso está creando el caldo de cultivo homófobo para que se repitan agresiones de este tipo. Vox, que nunca pierde el tiempo en la manipulación informativa, ya está exigiendo la dimisión del ministro del Interior, Grande-Marlaska, un auténtico terremoto político generado por un episodio tan trivial como la estupidez de un masoca que saca placer de que le azoten y le zurren hasta sangrar. De ese rifirrafe político saldrá, a buen seguro, un puñado de votos para la extrema derecha trumpista.
En realidad, los delitos de odio se han disparado en el último año (más de un 9 por ciento respecto a 2019) y un caso aislado de denuncia falsa no puede ocultar decenas de ataques homófobos y xenófobos que se perpetran con total impunidad. Si de cada setecientas agresiones una es simulada o fingida, lo que ocurre aquí es que la excepción confirma la regla, por mucho que le pese a Vox. El problema está ahí, eso es evidente, y los chascarrillos y chanzas de la formación ultraderechista sobre este suceso solo contribuirá a banalizarlo. De eso va el discurso populista.
Pero más allá de las implicaciones políticas, resulta absolutamente imprescindible que la profesión periodística haga una profunda reflexión sobre la forma de trabajar que han impuesto las nuevas tecnologías. Ese “periodismo exprés” que consiste en soltar la noticia cuanto antes sin seguir los protocolos profesionales habituales (contrastar con al menos tres fuentes de información), conlleva serios riesgos de error y de abusos que los periodistas no deberíamos permitirnos. Una historia como la del masoquista de Malasaña no hubiese ocurrido jamás en el viejo mundo, en el periodismo tradicional antes de que llegaran las redes sociales y el sector cayera en una crisis galopante. Entre otras cosas porque los periodistas de un medio en papel hubiesen tenido toda la mañana y toda la tarde por delante para estudiar el caso, levantar el teléfono, hacer unas cuantas llamadas, debatir con el consejo de redacción, analizar y valorar los datos, así como los pros y los contras de una noticia tan extraña y de un alcance tan brutal, antes de colocar el titular prudente y mesurado a falta de que se esclareciese el turbio asunto. De esta manera, la noticia del día siguiente en cualquier periódico nacional y regional habría sido algo así como La Policía investiga una supuesta agresión homófoba en Madrid, que era el que tocaba poner por simple ética profesional. Hoy ese titular no sale en ningún medio sencillamente porque no tiene punch y no vende.
Lamentablemente, en la actualidad ya no se trabaja de esa forma artesanal, los periodistas se han visto arrastrados a una especie de vertiginoso corta y pega, unos medios se copian a otros descaradamente y todos quieren estar “bien posicionados” y antes que nadie en el insaciable mercado de Internet. La calidad ha cedido ante la cantidad; la verdad ha claudicado ante el negocio y el beneficio rápido. Esta práctica generalizada cuyo único fin no es proporcionar una información veraz y rigurosa al ciudadano (oyente, espectador o lector) sino aumentar las audiencias e incrementar el tráfico en las páginas web –que es lo que atrae publicidad–, supone un peligroso cáncer para la profesión. Y en ese desquiciado carrusel mediático en el que hemos caído todos por influencia de la revolución tecnológica y de las nuevas leyes del mercado periodístico (también el que firma este artículo), lo lógico es que al final acabemos cometiendo errores y montando un circo o un pollo mundial como el caso de ese chico mentiroso al que le falta un hervor y que con su delirio sexual ha conseguido poner patas arriba a todo un país.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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