lunes, 10 de agosto de 2020

EL EXILIO

(Publicado en Diario16 el 4 de agosto de 2020)

El rey emérito, ahora sí, ya no está ni se le espera. Ahora sabemos que la histórica frase atribuida a Sabino Fernández Campo, como mensaje directo para los golpistas del 23F, tenía efectos premonitorios de cara al futuro. La decisión de Juan Carlos I de “exiliarse” (un maravilloso eufemismo cuando el destino final del desterrado es algo así como unas vacaciones a lo grande en el Caribe y con las alforjas llenas) tendrá consecuencias jurídicas y políticas trascendentales para el país.

La primera cuestión que se plantea es, sin duda, cómo queda la Monarquía en cuanto a institución abstracta (y la Casa Real borbónica en particular) tras la histórica decisión del emérito de poner tierra de por miedo. La legitimidad de la realeza está en el derecho de sangre, en la sucesión, en la mera herencia de padres a hijos. En una República, cuando al presidente se le caza en un renuncio se le destituye, el pueblo elige a otro en su lugar y aquí no ha pasado nada. Es un mecanismo automático frío y burocrático que funciona por sí solo, sin connotaciones sentimentales ni dramas nacionales. Sin embargo, en una Monarquía no es tan fácil purgar los pecados del jefe del Estado. Además de los privilegios medievales que protegen al sospechoso y obstaculizan la investigación para llegar a la verdad, aparece una enfermedad cancerígena, una extraña maldición de la que el país, el pueblo, no consigue escapar. Es como si las cargas y deudas de la Monarquía se transmitiesen de padres a hijos; como si los vicios y errores mancharan el buen nombre de la familia de generación en generación. El pasado no termina de limpiarse nunca. Ese es el gran inconveniente de una institución caduca y trasnochada propia de la Edad Media, no de democracias avanzadas donde los ciudadanos eligen a sus legítimos representantes en las urnas.

Así las cosas, Felipe VI lo tiene mal. El panorama que se abre ante él resulta inquietante, sobre todo porque Juan Carlos I lo relacionó de alguna manera con aquellas sociedades interpuestas y fundaciones panameñas que servían como tapadera para canalizar las finanzas ocultas y supuestas comisiones astronómicas. Él lo negó todo en su famosa carta o comunicado oficial, en el que repudió al padre y le retiró la asignación anual, pero un rey que se ve obligado a arrastrar ese pesado fardo el resto de su reinado está fuertemente condicionado. Allá donde vaya le perseguirá siempre la sombra del padre matando elefantes, la silueta con gafas oscuras llevando y trayendo maletines, el recuerdo del infiel seduciendo a rubias aristócratas por media Europa. Y la imagen de España sufrirá tanto como el hijo de un hombre que ha deshonrado a su familia. Esa es la gran verdad, esa es la tragedia hamletiana que se cierne ahora sobre la Casa Real. ¿Cómo desvincularse del fantasma del pasado que retornará una y otra vez? ¿Cómo dar un discurso sobre imparcialidad y lucha contra la corrupción ante los jueces y magistrados en el día de la apertura del año judicial? Las palabras de Felipe sonarán discordantes, vacías de contenido, casi como una fanfarria desafinada. Para ser un rey hay que ser perfecto y ningún ser humano lo es. Esa es la gran contradicción de las monarquías hoy decadentes en todo el mundo. El destino del heredero quedará marcado por los nombres de Lucum, Zagatka, Dante Canonica, Arturo Fasana, Corinna Larsen, Álvaro de Orleans, José Manuel Villarejo y otras camarillas y extraños personajes que se cruzaron en su camino hacia la historia. Será inevitable no verlos a ellos cuando Felipe VI salga al balcón del Palacio Real a saludar al pueblo junto a Letizia. Una posible forma de intentar deshacer la maldición sería su abdicación prematura y la coronación de su hija Leonor, princesa de Asturias, dando el salto a una nueva generación para pasar página. Pero tampoco esa sería la solución perfecta. El problema seguiría estando encima de la mesa de Zarzuela porque aquí ya no se trata de caras y nombres sino de que los españoles tienen derecho a que se les consulte qué forma de Gobierno quieren para su país. Tan sencillo como eso. 

En segundo lugar hay que preguntarse cómo queda la nación tras el escándalo y exilio del viejo monarca. La unidad y el consenso mayoritario en torno al juancarlismo que había presidido los últimos 40 años se ha roto en mil añicos. El cuento de hadas no ha tenido un final feliz y el rey se ha convertido en un sapo que el pueblo tiene que tragarse a la fuerza. Unos partidos (PP y la extrema derecha de Vox, también Ciudadanos) cerrarán filas en torno a la figura de Felipe VI como continuador del Reino de España. En general, el votante del bloque conservador es continuista y no quiere ni oír hablar de referéndums. Por el contrario la izquierda, Unidas Podemos y los nacionalistas, arreciarán en su ofensiva republicana. Lo que pase con el PSOE no solo es una incógnita sino también la clave del futuro inmediato. Parece lógico pensar que Pedro Sánchez ordenará proteger al jefe del Estado, como ha hecho hasta ahora desvinculándolo de los negocios de su padre para garantizar la estabilidad del país. Pero está por ver que todos los cargos y militantes socialistas piensen de la misma manera. Una crisis ideológica y un fuerte debate interno se vislumbran en los pasillos de Ferraz. Por no hablar de las tensiones insoportables que se generarán en el seno del Gobierno de coalición. Hoy mismo la ministra de Igualdad, Irene Montero, ha asegurado que Unidas Podemos desconoce si ha habido una presunta negociación de Moncloa con la Casa Real en relación al traslado del rey emérito fuera de España y ha apuntado que esta decisión “no la ha tomado” el Gobierno de coalición sino que “puede ser que haya sido el PSOE desde Moncloa”. Es evidente que los morados querrán quedar a salvo de este fango porque les va la supervivencia misma en ello. Un votante de Podemos jamás perdonará que Pablo Iglesias aparque su natural republicanismo por razones pragmáticas, tal como hizo Felipe González en los años ochenta. De modo que el país entra de nuevo en un territorio desconocido lleno de peligros e inestabilidades. Si la mitad de la ciudadanía no quiere un referéndum y la otra mitad lo ve totalmente necesario, ese debate enquistado será fuente de conflictos permanentes y de división nacional, como ya ocurrió en el pasado. Finiquitado el juancarlismo, sobre el que se acordó un consenso mayoritario durante décadas, las grescas y trifulcas entre españoles y territorios reaparecerán, sobre todo teniendo en cuenta que las fuerzas reaccionarias y la ultraderecha han retornado con brío. Es evidente que Felipe VI no cuenta con el gancho y el carisma de su padre y tampoco con el poder reverencial casi místico que parecía emanar de él. No hay más que recordar lo que ocurrió durante los días del 1-O en Cataluña, cuando al no condenar las cargas policiales ni tener una sola palabra de cariño para el pueblo catalán, Felipe perdió una oportunidad de oro para que aquella noche fuera su particular 23F.

Y finalmente llegamos a la cuestión judicial, no menos importante. El rey Juan Carlos ya ha comunicado que permanecerá a disposición de la Fiscalía “para cualquier trámite o actuación que considere oportuna” tras decidir trasladar su residencia fuera de España. Unas palabras que suenan a artificio y simple estrategia judicial, ya que sus abogados a buen seguro invocarán la inviolabilidad del artículo 56 de la Constitución para impedir que se investigue si el monarca cobró comisiones por la adjudicación del AVE a La Meca a empresas constructoras españolas. Todo el mundo en las altas esferas de la Justicia española sabe que lo que se investiga son posibles conductas cometidas por Don Juan Carlos tras su abdicación en junio de 2014. Cualquier otra imputación anterior a esa fecha quedará diluida y desactivada por la sagrada inviolabilidad que protege al emérito. En ese punto el papelón para la Justicia es monumental, de entrada porque es la primera vez que a un investigado por los supuestos delitos de fraude a Hacienda, cobro de comisiones y blanqueo de capitales se le permite moverse libremente por el mundo como un ciudadano más. Por lo visto, también en eso la España que construyó Juan Carlos I, un país carcomido por la corrupción en todas sus estructuras e instituciones, es diferente al resto de Europa.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

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