(Publicado en Diario16 el 26 de agosto de 2020)
El negacionismo se ha convertido en el combustible primordial del nuevo populismo demagógico, el cemento ideológico sobre el que se asienta el nuevo fascismo ultraliberal y tecnológico del siglo XXI. Desde el Estados Unidos de Donald Trump a la Rusia de Putin, esta nueva corriente de pensamiento basada en la superchería anticientífica, el fanatismo, la degradación de la democracia liberal y el irracionalismo se extiende por todo el mundo. Lo hemos visto aquí, en nuestro país, hace solo unos días, cuando centenares de personas seguidoras del negacionismo salían a la calle para manifestarse por las calles de Madrid. No solo gritaban eslóganes descabellados y fuera de todo sentido común como “queremos ver el virus”, sino que lo hacían sin mascarilla y saltándose las medidas de prevención y distanciamiento social. Las imágenes de toda esa gente contagiándose unos a otros, en un aquelarre nihilista y suicida, hablaban por sí solas.
El negacionismo atenta contra el espíritu de lo verdaderamente humano, contra la razón misma, contra la ciencia tal como la conocemos desde que los antiguos presocráticos griegos tuvieran aquella maravillosa intuición de que el ser humano puede llegar a la verdad mediante un método empírico libre de prejuicios, supersticiones e ideas religiosas preconcebidas. La razón científica es la luz; el negacionismo es la oscuridad. La ignorancia afirma o niega rotundamente; la ciencia duda y busca la verdad de todo, como sugería el divino Voltaire. Por eso, porque rompe con una tendencia cultural de más de dos mil años en busca de una explicación lógica para el funcionamiento del cosmos, el negacionismo no deja de ser un comportamiento antinatural, aberrante, mitológico-fantástico, que empuja a quien lo padece a rechazar una realidad empíricamente verificable y demostrable mediante datos fehacientes. El negacionista da la espalda a la realidad (el miedo al universo puede llegar a ser aterrador) para instalarse en una mentira mucho más cómoda, confortable y manejable. Es decir, este tipo de personas prefieren refugiarse en un mundo cómodo y soportable, aunque construido a fuerza de falsedades y engaños, antes que afrontar la terrible y cruda verdad de la existencia humana. Desde ese punto de vista, el negacionismo es una inmadurez, una debilidad, un delirio infantiloide.
Sin embargo, la repercusión en cada individuo no es lo más grave del fenómeno. Desde la perspectiva de lo colectivo, de la historia de la humanidad, nos encontramos ante una singularidad que ha cuajado como movimiento organizado y mundialmente extendido, de tal forma que el negacionismo se ha convertido en una de las ideologías políticas más destructivas, perversas y nocivas de cuantas hayan surgido en el último siglo. La nueva moda ideológica (en realidad una degeneración decadente) ha arraigado en múltiples formas: terraplanistas, antivacunas, creacionistas, cienciólogos, ufólogos, conspiraoinicos, parapsicólogos, naturistas radicales contrarios a la medicina, sectarios de nuevas religiones, satánicos, milenaristas y un sinfín de vanguardias de lo estrafalario y lo sobrenatural. Gente sin escrúpulos como Donald Trump o Jair Bolsonaro se han percatado de la enorme influencia que han adquirido todos estos movimientos irracionalistas en los últimos años y los han utilizado de forma astuta para llegar al poder. Ese ha sido el secreto de su éxito. Los nuevos populistas demagógicos han comprendido que destruyendo el orden establecido y asentado sobre la ciencia y la democracia desde el Siglo de las Luces se puede instaurar un nuevo mundo elitista, esotérico, mágico, un tiempo feudal casi prehistórico en el que las sociedades ya no se articularán en torno a la lógica de la razón y los principios básicos filosóficos sino alrededor del culto al líder, la bandera y el fuego sagrado de la religión. Controlando el voto negacionista tienen media batalla ganada en su conquista del poder. De ahí que la extrema derecha haya recuperado figuras que parecían restos del pasado histórico más lejano como el caudillo, el guerrero, el jefe de la tribu, el monarca absoluto y el chamán. No hay más que recordar la imagen de Trump mostrando la desafiante Biblia al mundo en medio de una batalla campal entre manifestantes antirracistas y policías para entender cuáles son los planes reales del nuevo populismo fascista.
Esa forma política piramidal y autoritaria, híper personalista y teocrática, es la que promueven partidos como Vox en España. Las últimas manifestaciones negacionistas formadas por centenares de personas han dejado estupefactos y fuera de juego a los sociólogos más instruidos. Pocos son los analistas que se atreven a aventurar un diagnóstico sobre lo que está ocurriendo en las sociedades modernas, sobre esta extraña enfermedad nihilista, conspiranoica y suicida que lleva a quien la padece a lanzarse a la calle para participar en una manifestación sin mascarilla sabiendo que es carne fácil para el coronavirus. Santiago Abascal, al igual que Trump en Estados Unidos, ha sabido agitar esa coctelera de confusión social y lo ha hecho canalizando el miedo de las masas ante el futuro y la pandemia; el odio de una parte de la sociedad contra el sistema democrático; la pérdida de valores humanos; la desconfianza ante una ciencia que avanza siempre despacio mediante el ensayo y el error; el auge de las sectas; la decadencia de las religiones tradicionales; y en general el momento de crisis mundial en todos los aspectos −desde la economía a la política pasando por la peor de todas, la crisis cultural, moral y de pensamiento−. En realidad, lo que hace Abascal es calentar a sus huestes negacionistas, sacarlas a la calle para que caldeen el ambiente de cara a la moción de censura contra Pedro Sánchez que ha anunciado para el próximo otoño y que está abocada al fracaso de antemano. El líder de Vox se mueve como pez en el agua en las nuevas tecnologías, un caldo de cultivo ideal para la proliferación de gente que se asocia en grupos secretos y que se retroalimentan en el bulo y el odio contra el establishment.
La unidad de acción nuevo fascismo/negacionismo anticipa una distopía terrorífica que ni el más avezado novelista de ciencia ficción hubiese soñado. La mezcla explosiva que forma el nacionalismo patriótico, el fanatismo anticultural y por qué no decirlo, la ignorancia en sus nuevas formas, es altamente peligrosa porque corroe los cimientos de una sociedad libre, moderna y democrática hasta devolverla a tiempos atávicos, casi medievales. Tan importante como combatir el fascismo es hacerlo contra el negacionismo y eso exige inversión en educación para que las nuevas generaciones estén cada vez más instruidas, informadas y preparadas; más gasto en cultura para difundir nobles ideales en la sociedad; y más dotación presupuestaria en investigación científica para demostrar que solo la ciencia, y no los prejuicios irracionales, nos librará de la maldita pandemia biológica y también de la sociológica. No hay otro camino que la Educación en libertad y en valores democráticos. Lamentablemente, si nos atenemos a las cifras de inversión en profesores y colegios que presenta España en relación a los demás países europeos, cabe concluir que nuestro país es tierra abonada para los negacionistas de todo signo y condición.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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