(Publicado en Diario16 el 10 de agosto de 2020)
Cuando la Casa Real hizo pública la carta en la que el rey emérito anunciaba su decisión de abandonar España, muchos hablaron de exilio (a la manera de los decadentes Borbones del siglo pasado) y otros de fuga a la desesperada para eludir la acción de la Justicia. No era para menos, el texto parecía escrito en tono solemne y trascendental y era imposible no comparar el grave momento con el exilio de Alfonso XIII tras la proclamación de la Segunda República en 1931. En su misiva, Juan Carlos I informaba a su hijo Felipe VI de su intención de salir de España “ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados”, una decisión que tomaba “con profundo sentimiento, pero con gran serenidad”. No hacía falta música de violines ni plañideras cortesanas para ponerle más emoción a la escena. El drama dinástico parecía servido.
Sin embargo, casi una semana después de que se hiciera pública la histórica carta del padre al hijo, hoy ya sabemos que la cosa no era tan seria, que el drama va camino de esperpento y que la tragedia es más bien un vodevil, una road movie, un relato trepidante de viajes como aquella peripecia de Phileas Fogg y su mayordomo Picaporte en la Vuelta al mundo en ochenta días, el novelón de Verne. Al igual que el flemático y solitario Fogg andaba por los cinco continentes solo por deporte y para ganar una apuesta, Su Majestad el patriarca de la Transición está simple y llanamente de vacaciones, como cualquier otra persona por estas fechas. Hablamos del tedioso e insoportable mes de agosto español y el cuerpo pide relajarse, un viaje aquí y otro allá, y si se dispone de un avión privado aparcado en la esquina y un maletín lleno de dinero para gastar, qué demonios, por qué no. O sea, que una vez más, el viejo monarca se la ha dado con queso a los españoles.
Sin duda, todos los periodistas nos hemos equivocado, como si no conociéramos el carácter del hombre que nos ha gobernado durante cuarenta años, como si no supiéramos del espíritu burlón, cachondo y campechano del gran actor principal del 23F. Es evidente que el emérito, una vez más, se ha terminado riendo del pueblo con su fugaz escapada a los Emiratos Árabes Unidos. Ahora solo queda imaginárnoslo confortablemente tumbado en la cama de la suite del hotel más lujoso del mundo −la fiel muleta descansando en el suelo, el tonificante mojito en la mesita de noche y la brisa fresca del Golfo agitando suavemente las cortinas bordadas en oro−, mientras, desganado, va zapeando en la televisión y se parte de risa escuchando las noticias falsas sobre su paradero, las especulaciones de los tertulianos de la prensa rosa y las opiniones de los politólogos y analistas que elaboran toda clase de interpretaciones y teorías sobre el final de la monarquía, la instauración de la república y el negro futuro de España. Nada más lejos de la realidad. Probablemente a estas horas el primero de los Borbones esté asomado al balcón de su palacio oriental, aspirando el aroma a curry y otras especias cocinadas en fogones de lujo, observando cómo el inmenso cielo estrellado de la noche árabe se funde con el horizonte del desierto en una especie de lujuriosa confabulación cósmica.
No, para nada. El rey emérito ni es un prófugo de la Justicia, ni un exiliado, ni un aventurero errante que anda por el mundo sin saber a dónde ir. Es única y exclusivamente un turista adinerado y accidental, un jubilado que en lugar de irse con los del Imserso a Benidorm, como cualquier proleta, se sube a un jet privado y se planta en el lugar del planeta que más le apetece, Sanxenxo, Portugal, el Caribe, las Bahamas o las Pitiusas, eso sí, lejos del Palacio de Marivent para que no le dé la tabarra la parienta.
Todo el revuelo que se ha montado y todas las horas de televisión y ríos de tinta malgastados por unas simples vacaciones regias. Hoy, Don Juan Carlos duerme en Abu Dabi, mañana desayuna con sus amigos los Fanjul en República Dominicana, y si por medio le apetece hacerse una escapadita a Nueva York o a París para comprarle una baratija de un millón de euros a alguna rubia le dice a su piloto, el Fermín del reactor, que pise a fondo el acelerador y para la Gran Manzana. Al emérito nadie le va a poner un cascabel ni unas esposas a estas alturas solo por unos billetes que volaron de Ginebra a Panamá, por un fiscal suizo con nombre de gaseosa y por unos inocentes y utópicos muchachos bolivarianos que como Pablo Iglesias aún sueñan con la imposible república. Nada ha cambiado respecto a los 80, él sigue siendo el rey, como en la ranchera mexicana de Vicente Fernández, ya se sabe, aquello de con dinero y sin dinero, yo hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley. La única diferencia con aquellos prodigiosos años de la Transición es que antes el emérito se subía a una moto con el motor gripado y hoy pide un soberano jet. Lo único que ha cambiado es que antaño el jefe del Estado se ponía el casco con visor tintado y, esquivando a los escoltas de Zarzuela, salía raudo y veloz para alguna reunión secreta con Suárez, Carrillo, Fraga (o alguna amiga entrañable) y ahora llega a las citas con la velocidad de un Concorde transoceánico. Los tiempos y los medios de transporte cambian pero el poderío y la cartera siguen siendo los mismos.
El rey está de vacaciones aunque nadie en el país se haya dado cuenta todavía. Es la última gran broma, la mascarada final del galán más convincente que ha dado el Actors Studio borbónico en tres siglos de historia. Solo volverá en septiembre, cuando las aguas se hayan calmado y las grabaciones de Corinna y Villarejo se hayan oxidado en algún perdido despacho de la Fiscalía Anticorrupción. Y si no, al tiempo.
Viñeta: El Koko Parrilla
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