(Publicado en Diario16 el 7 de agosto de 2020)
Estos días se cumplen setenta y cinco años del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Setenta y cinco años ya desde que Little Boy y Fat Man abrieran las puertas del infierno. De aquellos ataques que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial nos quedan unas cifras todavía confusas –entre 105.000 y 120.000 muertos− y un nombre para la historia, el Enola Gay, el avión que descargó el terror infinito sobre las ciudades japonesas mientras el capitán Robert Lewis, copiloto del bombardero, decía aquello de “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”.
El aniversario llega en un momento especialmente trágico para la humanidad, devastada por una pandemia de coronavirus que de momento va camino de cobrarse más de un millón de muertos. El Papa Francisco advirtió ayer de que “sólo sin armas nucleares puede el mundo aspirar a la paz”. Una afirmación ingenua, utópica, pero no exenta de una gran verdad teniendo en cuenta que un puñado de potencias atómicas poseen un arsenal de ojivas suficiente como para destruir el planeta diez mil veces. El problema es que, curiosamente, la guerra nuclear, pese a que sigue siendo una pesadilla inquietante, ha dejado de preocuparnos. El mundo de 2020 nada tiene que ver con el del 1945. Hoy asistimos a otra Guerra Fría más comercial, más soterrada, la que promueve Donald Trump contra el gigante chino, nuevo enemigo número 1 de los Estados Unidos de América, y los virus se extienden por los cinco continentes dejando un rastro de muertos y peste medieval. Ese es el escenario distópico al que hemos llegado por fin: una sociedad ultratecnologizada que agoniza a causa de un ente microscópico que probablemente lleva latente miles de años. El fin del mundo puede empezar en cualquier momento, pero no necesariamente porque al millonario inquilino de la Casa Blanca le dé por apretar el botón rojo del maletín nuclear. El Apocalipsis puede comenzar en cualquier momento y por múltiples causas, desde que a un asiático le dé por darse un atracón de murciélago contaminado hasta que la temperatura de la Tierra suba apenas un par de grados. Al igual que aquel fatídico 6 de agosto los pobres desgraciados de Hiroshima vieron cómo el hongo letal se levantaba sobre sus cabezas, abrasándolos en un gigantesco crematorio y sin comprender nada, probablemente hoy no seamos conscientes de que estamos viviendo con nuestros propios ojos el final de los tiempos.
Arrinconados por una pandemia que no sabemos cuándo acabará, nadie está a salvo en ninguna parte. El concepto seguridad ha perdido todo su significado y el mundo controlable se ha reducido a las cuatro paredes de nuestro pequeño hogar. Nuevas epidemias y enfermedades, crisis económicas ruinosas, hambre, revueltas sociales, fascismo emergente, negacionismos, fanatismos, colapso energético, terrorismo a gran escala… La lista de gigantescos cataclismos que nos espera es larga y sin duda en el primer puesto se encuentra el inevitable cambio climático, que se ha acelerado exponencialmente y amenaza con convertir el planeta, en menos de un siglo, en una bola seca, muerta y ardiente sin un solo rastro de vida en su superficie. El calentamiento global es un hecho y probablemente ha matado ya a más personas que las que perdieron la vida en los dramáticos bombardeos del Japón. Sufrimos un genocidio silencioso (el provocado por un 1 por ciento de las élites que controlan el 99 por ciento de la riqueza del planeta) y jamás sabremos a ciencia cierta cuánta gente va a morir a causa del coronavirus.
La humanidad ha alcanzado su estadio tecnológico más avanzado. En unos meses exploraremos la superficie de lo que pudo ser un lago marciano en el que es probable que encontremos el primer vestigio de vida fuera de la Tierra. Podemos abrir la persiana de nuestra casa a mil kilómetros de distancia con solo apretar una tecla del teléfono móvil, pronto convertiremos una célula de la piel o de un cabello en una neurona y en pocos años los robots trabajarán por nosotros. Hemos liquidado el futuro y ya todo es presente. El ser humano tiene el poder total al alcance de la mano, como un travieso Prometeo jugando con el fuego sagrado, y sin embargo la sensación general es que el final de todo está más cerca que nunca. La extraña percepción de que una bomba de varios kilotones puede estallar en cualquier momento −como ha ocurrido con esa brutal explosión que ha arrasado Beirut por completo− resulta más poderosa y real que en ningún otro momento de la historia. Vivimos en la incertidumbre más absoluta. Jamás fuimos tan conscientes de nuestra fragilidad y nuestra efímera condición. Jamás estuvimos tan cerca de tocar el cielo y tan cerca de perecer en el infierno. Hoy sentimos que vuelan sobre nuestras cabezas otras bombas tan peligrosas o más que Little Boy y Fat Man. De nuevo el aliento del Diablo, que recorrió la Tierra aquellos espantosos días de agosto de 1945.
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