(Publicado en Diario16 el 26 de abril de 2021)
El debate en la Cadena Ser ha sido el cisne negro o acontecimiento inesperado que ha terminado por reventar la campaña electoral en las elecciones madrileñas. Ya no se habla de la pandemia, ni de Sanidad, ni de las ayudas europeas para reflotar la maltrecha economía española, sino de las balas de fuego que los terroristas ultras están enviando a cargos públicos de la izquierda, de tal forma que el eje de la confrontación política se ha situado en una sola idea: democracia o fascismo.
Al levantarse de la mesa en protesta contra las provocaciones de Vox –mientras Àngels Barceló le rogaba encarecidamente que no se marchara del estudio–, Pablo Iglesias abría la puerta a una nueva dimensión en la política española. La consecuencia inmediata de su retirada es que TVE y La Sexta han anunciado que no habrá más debates, de manera que Vox ya tiene lo que quería: un apagón informativo en toda regla, un pronunciamiento mediático para que no se hable de los problemas reales de Madrid, la España a oscuras con la que sueña todo nostálgico del régimen anterior.
La extrema derecha no se mete en política para mejorar la democracia, sino para destruirla. Si las cadenas de televisión se dejan amedrentar por el clima de terror que pretenden instaurar los violentos que envían balas amenazantes a los demócratas, como en los peores tiempos del escuadrismo falangista, estamos perdidos sin remedio. Se acabó la política, se acabó la democracia, se impone la dictadura del miedo. Iglesias hizo lo que le ordenó su conciencia en ese momento y tan legítimo era quedarse y debatir con Rocío Monasterio como largarse siguiendo la célebre máxima de Durruti, esa que dice que con el fascismo no se dialoga, se le combate.
Los puristas de la izquierda le afean al ex vicepresidente del Gobierno que desertara del debate, dejando el campo libre y expedito para que los ultras camparan a sus anchas, pero el líder de Podemos estaba en su perfecto derecho a hacerlo. No debe ser agradable sentarse a charlar cara a cara con quien no condena a los matones que unas horas antes te han envido una bala con una carta amenazante que reza: “Tu tiempo se agota”. Sin embargo, los equisdistantes están convencidos de que ausentarse del debate es darle armas al nazismo. ¿Cómo pueden saberlo? Si el ser humano lleva siglos intentándolo todo inútilmente contra la bestia, contra el Ur-Fascismo o fascismo eterno del que habla Umberto Eco, ¿cómo pueden estar tan seguros los papistas de la democracia contemporánea (esos que piensan que el ultraderechista tiene derecho a expresarse libremente como cualquier otro hijo de vecino) de que la mejor arma para derrotar al totalitarismo fascista es quedarse quiero y mirar para otro lado?
El monstruo al que nos enfrentamos es mucho más astuto y fuerte de lo que pensamos, tanto que es capaz de darle la vuelta a la realidad hasta hacernos creer que el culpable de la violencia es el demócrata que está contra ella. No hay fórmulas mágicas para vencer al engendro y tanto aislarlo como hacerle frente son posibles opciones. Cuestión distinta es las consecuencias políticas que puedan derivarse de la decisión de levantarse de la silla y dejar con la palabra en la boca al facha. Si te quedas a debatir puedes desmontarle las mentiras y bulos con datos; si abandonas la primera trinchera, la de la confrontación dialéctica, corres el riesgo de que otro la ocupe en tu lugar. Pero en cualquier caso, no se puede poner ni un solo reparo a la decisión que tomó Iglesias. Es coherente, es decente y es lo que merecía la envarada y cínica Monasterio.
Con todo, la que no se expuso a ningún riesgo electoral en el programa de Ángels Barceló fue Isabel Díaz Ayuso. Solo ella sabe por qué declinó a última hora su participación en el debate de candidatos. Y aquí es donde se plantea la gran incógnita: ¿disponía la lideresa castiza de información privilegiada sobre lo que podía pasar allí aquella mañana? ¿Le había llegado la onda o soplo de sus socios de Vox de que la Monasterio pensaba atravesar una nueva línea roja para montar la gresca y la marimorena en territorio hostil, o sea en la propia casa del enemigo Prisa? Cabe pensar que así fue, ya que al debate asistieron todos menos ella. Lo cual nos lleva a otra derivada no menos importante. La presidenta en funciones de Madrid ya está en total sintonía y connivencia con el fascismo de nuevo cuño que la sostiene en el poder, hasta tal punto que la estrategia de PP y Vox es la misma y está coordinada.
Parece obvio que el Partido Popular está jugando descaradamente a dos barajas. Por un lado, Pablo Casado condena “sin matices” el envío de sobres con balas de guerra contra Iglesias, Marlaska y María Gámez, directora de la Guardia Civil. Por otro, la propia Ayuso se suma a la declaración de repulsa protocolaria, pero deja un guiño ultra al insinuar que la culpa del clima de crispación que reina en el país es de Pablo Iglesias. “No puede ser que quienes provocan la violencia luego se hagan los ofendidos”, sentencia dando argumentos a la tropa africanista.
Es decir, la presidenta le compra el discurso a los fascistas y no es la primera vez que ocurre. Lo está haciendo todo el rato más o menos explícita o veladamente. Lo hace cuando secunda el discurso xenófobo contra los inmigrantes y los pobres, a los que califica despectivamente como “mantenidos”; lo hace cuando niega las medidas sanitarias contra la pandemia que aplica el Gobierno Sánchez; lo hace cuando no condena el pin parental (una medida reaccionaria que pretende hacer retroceder la escuela pública hasta los tiempos del franquismo) y cuando, para no perder votos entre la parroquia ultraderechista que la mira con simpatía, se muestra abiertamente en contra de la exhumación de la momia del dictador del Valle de los Caídos.
Todo en Ayuso es coqueteo y francachela con el fascismo. Quizá por eso el siempre astuto MAR, su Rasputín en la sombra, debió aconsejarle que rechazara la invitación de la Ser y no se manchara las manos. Era la mejor manera de preservar a la dama y rescatarla incólume de la batalla de Prisa. Los restos de la explosión no debían alcanzarla, no solo porque ella necesita los votos de Vox para mantener el poder regional en Madrid (por tanto en la recta final de la campaña conviene no entrar en disputas con ellos), sino porque en el fondo la lideresa es una ultra convencida que piensa que a los rojos es mejor echarlos del país para construir una España grande y libre. Ayuso lleva una falangista dentro de sí, aunque la saque a pasear de cuando en cuando.
Viñeta: Pedro Parrilla
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