(Publicado en Diario16 el 13 de mayo de 2021)
Los palestinos tienen la justicia de su parte, pero los israelíes tienen los tanques. Es tan sencillo como eso. La fuerza de la razón frente a la razón de la fuerza. El conflicto (qué macabro eufemismo para describir lo que es simple y llanamente un exterminio a cámara lenta) se ha enquistado ante la indiferencia de Occidente. Todo el derecho internacional está de parte del pueblo palestino, desde la histórica resolución de diciembre de 2012 por la que la ONU dio carta de naturaleza al Estado de Palestina hasta los pronunciamientos de la UE, que en 2014 animó a la jefa de la diplomacia europea a promover el reconocimiento en todos los Estados de la Unión.
Entonces, si la ley ampara al Estado palestino, ¿cómo puede ser que la comunidad internacional mire para otro lado cada vez que estalla un brote de violencia? Las noticias que nos llegan de la zona son alarmantes. Se habla de bombardeos a uno y otro lado de la frontera, de asesinatos, de detenciones ilegales, de colonos israelíes destruyendo viviendas palestinas y de ataques contra mezquitas. También de respuesta a las agresiones en forma de cohetes de Hamás. Es la guerra ancestral de los viejos que terminan pagando los jóvenes. La chatarra militar tercermundista de Mahmud Abbas contra los misiles selectivos, satélites y mentiras de Netanyahu avaladas por Biden, otro anciano que repite las palabras inútiles de siempre: el “derecho legítimo de Israel a defenderse”. La misma película de terror contada una y otra vez.
La espiral de muertos se inició tras la muerte a tiros de un joven árabe en una reyerta con un grupo de judíos. Fue el estallido de Lod. Durante el entierro de la víctima, el polvorín explotó y una lluvia de mortero cayó sobre Israel. Los palestinos no solo están hartos de que los maten impunemente, sino de que los traten como a simple ganado, como a animales recluidos en territorios ocupados, como a seres inferiores. A las lamentables condiciones de vida que soportan desde hace décadas, se une ahora el drama del coronavirus, que está golpeando con fuerza en este área de Oriente Medio. Allá donde la pobreza es mayor, el virus encuentra su mejor caldo de cultivo.
Mientras los israelíes celebran la vuelta a la normalidad y se divierten en conciertos sin mascarilla, los hospitales palestinos se llenan de contagiados, el personal sanitario escasea y las vacunas no terminan de llegar. Es el bloqueo indecente, el cruel apartheid que el gobierno judío ha impuesto al otro lado de los muros y alambradas. Según Médicos Sin Fronteras, “una nueva ola del virus golpea con fuerza a Cisjordania. Los más de 20.000 casos activos han agregado mucha presión sobre un sistema de salud ya de por sí frágil. No hay suficiente espacio, camas o personal para asistir a todos los pacientes críticos, y la gente está muriendo”. El infierno de la guerra viene a sumarse al infierno de la peste. Los jinetes del Apocalipsis cabalgando a sus anchas en aquellas tierras malditas donde los dioses Alá o Jahvé, qué más da, hace tiempo que desertaron.
Cuando se aborda el problema enquistado de Palestina ya solo cabe hablar de graves crímenes contra la humanidad, bien por la acción militar directa de Israel, que se niega sistemáticamente a avanzar en las conversaciones de paz, bien por la tolerancia de la comunidad internacional. Siempre es lo mismo. Cada vez que estalla una revuelta o Intifada en la Explanada de las Mezquitas o muere un niño en la Franja de Gaza las Bolsas se resienten, el precio del petróleo se dispara y los telediarios le dedican un minuto al asunto y a veces ni eso. Sin embargo, al día siguiente Palestina vuelve a desaparecer del mapa (el terráqueo y el mediático) y nadie vuelve a hablar de ello hasta el siguiente cañonazo judío o mortero de Hamás.
La indiferencia de Occidente, la indiferencia de cada uno de nosotros ante la injusticia cósmica que está sucediendo, anida en el embrión mismo del terrorismo internacional que se ha recrudecido desde el 11S. Cuando un pueblo misérrimo es sistemáticamente condenado a la humillación perpetua y a la falta de futuro, explota la revolución en forma de pedrada de un niño contra un tanque, de cóctel molotov, de bomba suicida o de barbudos fanáticos dispuestos a degollar cristianos en París, Londres o Madrid. No es el manido choque de civilizaciones envuelto en un conflicto entre religiones y culturas del que nos advirtió Huntington, sino un choque brutal entre justicia e injusticia, entre ricos y pobres, entre señores y esclavos. Nada cambia desde que el mundo es mundo.
La comunidad internacional tiene que resolver de una vez por todas el problema palestino, no solo porque es una cuestión de humanidad y pura lógica moral y jurídica, sino porque aquella pequeña franja en un lugar perdido puede terminar convirtiéndose, más tarde o más temprano, en un avispero ingobernable del que brotarán los jóvenes soldados unformados con la camiseta del Barça o del Real Madrid dispuestos a ajustarnos las cuentas en la guerra santa. Cuando la vida no tiene nada más que ofrecer que una charca pestilente y moscas solo queda la falsa promesa de un paraíso en el más allá.
Ahora que el trumpismo está llegando a todas partes como un chapapote ideológico, también Israel se ha sumado a la moda del miedo y el desprecio al otro, el nacionalismo religioso y la falsa idea de que la solución pasa por levantar muros de hormigón para defenderse de los apestados de la otra orilla. Palestina es la historia de una dramática resignación. Pero como dice Lawrence de Arabia en la maravillosa película de David Lean, “para ciertos hombres, nada está escrito si ellos no lo escriben”. La historia no tiene por qué estar predestinada ni condenada a cumplir con un guion cíclico, macabro y fatídico de crueldad y muerte. Se pueden cambiar las cosas; la paz es posible. Solo hace falta voluntad política y una dosis de valentía. Algo de lo que, lamentablemente hoy por hoy, carecen quienes gobiernan este enloquecido planeta.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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