(Publicado en Diario16 el 11 de mayo de 2021)
Horacio creía que solo el individuo que logra dominar las bajas pasiones es auténticamente libre. Sartre, desde su existencialismo humanista, nos dijo que el hombre está condenado a ser libre, aunque según sus circunstancias personales y sociales conservará o perderá la libertad. Y nuestra Carmen Martín Gaite, siempre tan lírica, opinaba que la libertad es para soñarla (tal es su dificultad para conseguirla, vivirla y conservarla).
Quiere decirse que desde los presocráticos griegos hasta nuestros días, la libertad ha sido uno de los grandes problemas no resueltos de nuestra enloquecida especie. Y por lo que se está viendo, dos siglos después de que ese valor sagrado se consagrara como un derecho fundamental digno de ser jurídicamente protegido, no parece que nos hayamos puesto de acuerdo a la hora de definir qué demonios es ni qué significa. Tal como concluyó Lincoln, el gran libertador de los esclavos negros, el ser humano nunca ha encontrado una definición para la palabra libertad.
Los marxistas, muy atinadamente, entienden que no puede haber libertad para todos si no se superan determinadas fases de la historia en las que unas clases dominantes y pudientes explotan y oprimen a otras más pobres y humildes. O dicho de otra forma: un obrero con mujer e hijos que malvive en una choza insalubre y destartalada de los extrarradios de Madrid difícilmente podrá gozar de la libertad que sí disfrutan los adinerados, los del Versalles con piscina, los cayetanos libertarios a los que les da exactamente igual lo que le ocurra a toda esa parte del mundo que empieza donde acaba el edénico jardín de su casoplón.
Los liberales, por su parte, consideran que la libertad de los individuos solo puede traerla el libre mercado considerado como una especie de Leviatán o Dios todopoderoso que se regula solo. Según esa versión, más bien entelequia, el capitalismo supuestamente reparte el dinero y la riqueza entre todos por igual en función de su esfuerzo y trabajo. Una interpretación tan ingenua como insultante para la inteligencia, ya que el hombre es codicioso por naturaleza y en su afán por acaparar siempre quiere más, de tal manera que la libertad del rico es la esclavitud del pobre. No hay más que echar un vistazo a cómo funciona el mundo de hoy (el uno por ciento de los millonarios del planeta acumula más del 80 por ciento de la riqueza global) para entender que la patraña neoliberal puede ser un cuento muy bien contado pero falso de todas todas.
Obviamente, la muchachada que estos días se emborracha a calzón quitado en las calles de Madrid para dar rienda suelta a su supuesta falta de libertad tras más de un año de estado de alarma no se calienta demasiado la sesera con todos estos problemas filosóficos pendientes desde los tiempos de Platón. En cierta manera, hacen bien. No pensar demasiado, cerrar los ojos a las cosas terribles de este mundo, lo convierte a uno en un ser algo menos infeliz y desdichado, aunque también en alguien más estúpido y cobarde, lo cual tampoco es una lacra en los tiempos líquidos y amorales que vivimos. Ya se sabe que con la decadencia de la posmodernidad ser memo, cretino o tonto de remate ya no está tan mal visto, incluso unifica y normaliza a las masas aborregadas hasta otorgarles el sentimiento de pertenencia a un grupo. Lo estamos viendo cada día en las redes sociales, estercolero cibernético del siglo XXI, donde cualquier alelado o bocachanclas se convierte en gurú de no sé qué y millones lo siguen como a un mesías.
Sin embargo, no hace falta haber leído a Kant (ni ser Einstein, como califica despectivamente Monedero a los obreros que votan derecha) para entender al menos que para ser libre es preciso estar vivo, ya que sin vida no hay nada, salvo que se entienda que la muerte es el estado de la absoluta libertad, tal como pensaban los románticos, que no temían a la señora de la guadaña porque suponía el final del sufrimiento en este valle de lágrimas. Toda esa recua juvenil que sale a la calle a emborracharse sin mascarilla, haciendo de su capa un sayo, debería escuchar el testimonio estremecedor de Carles Francino, que ayer volvió a la radio tras su experiencia al borde de la muerte con el maldito coronavirus.
«Las pasé canutas en algún momento, sobre todo durante cuarenta y ocho horas, en que los indicadores al parecer eran bastante malos, incluido un ictus del que, afortunadamente, parece que no me ha quedado ninguna secuela. Perdí seis o siete kilos, perdí mucha masa muscular, además perdí la voz, no es que tenga mucha, pero la poca que tengo la perdí. Me asusté, pero bueno, yo he salido», relató el locutor sin poder contener la emoción.
Por tanto, queda claro que no hay mayor sensación de libertad que regresar del mundo de los muertos y sentirse vivo, siquiera por un rato más. Lógicamente, para entender esa gran lección de vida hay que pasar por el trance traumático (el aprendizaje siempre brota del dolor) y ahí es donde entra la injusta e implacable ley universal que parece regir el cosmos y que condena a gente como Francino –cívica y cumplidora a rajatabla de las normas sanitarias–, a contraer el virus, mientras la masa juvenil consentida de Ayuso, los embriagados de tontuna, frivolidad y libertad egoísta mal entendida chapotean y se divierten en el miasma del coronavirus sin contraerlo y sin que la fatalidad se atreva a rozarlos. O sea, aquello de mala hierba nunca muere.
Por desgracia, la pandemia no nos hará mejores, tal como vaticinaban los pensadores buenistas al comienzo de esta pesadilla, sino más perversos y deshumanizados. Pedro Sánchez nos garantiza que en los próximos cien días habremos alcanzado la inmunidad de rebaño. Ojalá sea cierto, no tanto para dejar atrás la pesadilla del covid-19, a la que nos hemos acostumbrado ya como una parte de nuestra existencia, sino para no tener que ver ni escuchar más a toda esa reata o panda (producto sin duda de una sociedad enferma y de los maquiavélicos políticos ayusistas que la alientan) manifestándose al estúpido y sonrojante grito de “libertad, libertad”.
Viñeta: Igepzio
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