(Publicado en Diario16 el 20 de mayo de 2021)
Platón veía a los guerreros como “guardianes” de las polis griegas. Clausewitz creía que la guerra moderna era la continuación de la política por otros medios. Y Hegel escribió aquello tan descabellado de que “la guerra es bella, buena, santa y fecunda porque crea la moralidad de los pueblos” (pese a la soberana gilipollez, aún se le sigue estudiando en las pocas escuelas de filosofía que van quedando ya).
Estos días Mohamed VI está reinventando la guerra, la guerra demográfica, la guerra malthusiana consistente en llenar de gente un país enemigo, ocuparlo –no invadirlo como dice la extrema derecha porque en realidad no hay tal poderío militar ni soldados–, inundarlo de miserables y hundir su economía y su sociedad por pura explosión o reventón estadístico. Pocas ideas habrá tan maquiavélicas, retorcidas y despiadadas.
A falta de un ejército moderno y preparado, a la espera de los temibles misiles tierra-aire, las bases aéreas y los reactores nucleares prometidos por el amigo yanqui que no terminan de llegar, el monarca alauí ha encontrado una delirante estrategia bélica tan atroz como repugnante: arrojar a sus niños hambrientos al mar –náufragos no le faltan, los tiene por miles vagando por las calles de todo el país–, y lanzarlos contra las codiciadas plazas de Ceuta y Melilla.
En el fondo, Mohamed VI no hace sino continuar con las macabras tácticas guerrilleras inventadas por Bin Laden. Si el barbudo saudí de la Yihad empleó unas cuantas cuchillas y una panda de idiotas dispuestos a secuestrar aviones y lanzarlos contra Nueva York, poniendo el mundo patas arriba, el sátrapa de Rabat cree haber encontrado su propia arma mortífera para doblegar a los españoles: una inmensa infantería de niños desnutridos y desarrapados; un pueblo famélico deseoso de sortear la frontera para escapar del infierno; una gran “marcha negra”, como aquella marcha verde del 75, para arrasarlo todo a su paso.
“Preferimos morir aquí que regresar a nuestro país”, afirma uno de los niños rescatados en las aguas de El Tarajal. “Viva España, oé”, entonan los jóvenes náufragos apilados como fardos, por la Guardia Civil, en las playas de Ceuta. La imagen no puede ser más deleznable y bochornosa para la corrupta monarquía marroquí.
Entre tanto, Santiago Abascal se ha bajado al moro para avivar la llama del odio contra el inmigrante. Trata de convencer a los asustados vecinos de las ciudades autónomas de que esto es una invasión como en el 711 cuando en realidad es la guerra perdida de un rey acabado; la eterna batalla entre pobres y ricos; piedras contra tanques y alambradas; cabreros medievales contra la opulenta Europa; señores feudales del hachís contra la democracia y el Estado de derecho. Los niños manipulados y reprogramados como inocentes guerreros. Una inmolación infantil en el mar como estrategia para poner de rodillas al enemigo. Ni en los tiempos de las Cruzadas, cuando se enviaba a la gente a morir como ganado contra el perverso infiel, se llegó al nivel de bajeza y perversidad moral de la monarquía alauí.
Ya no cabe ninguna duda: el rey de Marruecos es un tirano de manual. Mientras su pueblo naufraga en la miseria, la Casa Real recibe una asignación anual de 250 millones de euros. La revista Forbes ha calculado su fortuna en 5.000 millones de dólares (el hombre más rico del país, lo cual no tiene demasiado mérito si tenemos en cuenta que la mayoría de la población malvive con menos de diez euros al día). Hoy por hoy, el dictador es el quinto gobernante más adinerado del continente africano.
El sujeto en cuestión posee doce palacios, más de mil sirvientes, un castillo en Francia, el cuarto hotel más lujoso del mundo y uno de los diez yates más imponentes del planeta. Para desplazarse no le basta con un avión privado, necesita dos, y es conocida su adicción irrefrenable a los coches (se dice que en el garaje real tiene aparcados más de seiscientos automóviles). Por descontado, como todo buen déspota es un yonqui de los trapitos y los pelucos de oro: su presupuesto para vestuario supera los dos millones de euros al año. Ni el tristemente célebre coronel Gadafi, otro desalmado opresor, cayó tan bajo.
Sin embargo, pese a las riquezas acumuladas bajo manga, Mohamed VI no atraviesa por su mejor momento en términos de popularidad. Cuando accedió al trono, hace 22 años, prometió acabar con la pobreza y la corrupción, así como garantizar el respeto a los derechos humanos. A la vista de lo ocurrido en las últimas horas en la frontera sur de Ceuta, cabe concluir que no ha conseguido nada de lo que ofreció. Al fin y al cabo, es un rey y ningún hombre solo, por muy investido de mandato divino que esté, es capaz de sacar a su pueblo de la miseria.
El país se le va al garete y el monarca atraviesa horas bajas. El supuesto camino hacia las reformas democráticas, la separación de poderes, la ruptura con el estado teocrático/religioso, la libertad de prensa y el pluralismo político no fue más que un paripé, un engaño, una farsa. En Marruecos todo el mundo sabe que allí se hace lo que dice el rey. O sea, autoritarismo puro y duro, cuando no dictadura.
Hace apenas un año, Mohamed VI volvió a ser operado del corazón y aunque la prensa local vendió la intervención quirúrgica como un gran éxito, retratando a un líder fuerte y con una salud de hierro, Marruecos vive inmerso en un proceso de imparable deterioro institucional, crisis económica pertinaz y permanente inestabilidad. La guerra migratoria que nos declara ahora el monarca vecino (al que dicho sea de paso los borbones españoles siempre han tratado como a un hermano) no es más que una huida hacia adelante. La última carta a todo o nada de un tipo decrépito y decadente al que se le ha acabado el cuento de las mil y una noches.
Viñeta: Artsenal JH
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