(Publicado en Diario16 el 12 de mayo de 2020)
Pedro Sánchez se juega su futuro político, y el del Gobierno de coalición, de aquí a final de año. El presidente ha garantizado tajantemente que en cien días España habrá alcanzado la inmunidad de rebaño (al menos un setenta por ciento de la población vacunada) gracias a la campaña de inmunización contra el coronavirus que se desarrolla en las 17 comunidades autónomas.
Sin embargo, al actual ritmo de vacunación (solo 6 millones de españoles cuentan ya con la pauta de dosis completa) es más que evidente que no se cumplirá el objetivo, de modo que Sánchez corre serio peligro de haber prometido algo que no puede cumplir, como ya le ocurriera a Felipe González con aquellos famosos 800.000 puestos de trabajo a los que se comprometió y que jamás se hicieron realidad.
No obstante, pese a la magnitud del desafío, Sánchez insiste en que es posible hacer realidad lo que para España sería toda una proeza como país. Indudablemente, poderse se puede, el problema es que el Gobierno tendría que invertir mucho más en personal sanitario para pinchar la ansiada dosis a la mayor cantidad posible de ciudadanos y no parece que de momento se vayan a reforzar las plantillas. Lo que hay es lo que hay, y con eso tiene que seguir tirando la maltrecha Sanidad pública española, antaño ejemplo para todo el mundo de servicio médico gratuito y de calidad y hoy modelo de nefasta gestión, abandono y ruina del Estado de bienestar.
Duele tener que leer titulares como el que apareció no hace mucho en Diario16 (“Cerca de la mitad de las enfermeras se plantean dejar la profesión por el abandono de la Sanidad”), una noticia ante la que cualquier socialdemócrata medianamente sensato sigue preguntándose por qué diantres este Gobierno no invierte más dinero en reflotar el sistema público de salud. Hace tiempo que España apenas destina el siete por ciento de su Producto Interior Bruto a gasto sanitario, cuando los sindicatos reclaman entre un diez y un doce por ciento. Por si fuera poco, esos mil millones de los 70.000 en ayudas directas de la UE que Sánchez piensa destinar a hospitales y centros de salud se antojan claramente insuficientes.
De momento, a falta de que el virus sea definitivamente derrotado, el presidente del Gobierno se lo juega todo a la carta de la vacunación, que no es otra cosa que seguir ofreciendo fe, esperanza y caridad. Promesas etéreas que los españoles ya no le compran. “El estado de alarma es pasado”, dijo ayer el jefe del Ejecutivo, que animó a todos a pensar en clave de un futuro que pasa necesariamente por un triple eje: vacunación a destajo; gestión de las comunidades autónomas, que pueden adoptar medidas restrictivas de movilidad en función de lo que vayan determinando los tribunales de Justicia; y estricto cumplimiento de las instrucciones dictadas por las autoridades sanitarias (mascarilla y distancia de seguridad).
Es evidente que el futuro de Sánchez depende no solo de la evolución de la pandemia en los próximos meses de verano sino de cómo vaya la campaña turística. Si España recibe el acostumbrado maná agosteño en forma de extranjeros y divisas, la economía se reactivará de forma importante, la indignación por la fatiga pandémica y las restricciones irán quedando atrás y el Gobierno podría tener una oportunidad de supervivencia, aunque remota. Si el virus sigue campando a sus anchas pese a las vacunas y las potencias europeas le cuelgan a nuestro país el sambenito de lazareto leproso e infecto, prohibiendo a sus ciudadanos que pongan sus pies en la Península Ibérica, el Consejo de Ministros estará herido de muerte. De ahí la importancia de que los aviones, los hoteles y los restaurantes se llenen de visitantes y de que la industria de sol y playa carbure mejor que nunca.
Con todo, una campaña veraniega fructífera tampoco significará necesariamente que tenemos Gobierno de izquierdas para rato. La arrolladora victoria de Isabel Díaz Ayuso en Madrid ha sido un serio toque de atención para Moncloa, por mucho que los quintacolumnistas del PSOE se empeñen en transmitir la idea de que los resultados de unas elecciones autonómicas nunca pueden extrapolarse al ámbito nacional. No es cierto, claro que se pueden sacar conclusiones. Es más, se debe, entre otras cosas porque las últimas encuestas dan una clara tendencia al alza del PP y a la baja del PSOE.
Mal haría el Gobierno en mirar para otro lado y en minusvalorar el festival ayusista. De entrada, Sánchez ha aprendido que no se puede gobernar con el lobby hostelero en contra. Nos guste o no, este es un país de bares, no de naves espaciales ni de Valles de la Silicona, de tal forma que no mimar al principal sector del tejido productivo nacional es un pasaporte directo para perder las próximas elecciones. Con todo, no pocos analistas opinan que el Ejecutivo ya está muerto a causa del tremendo desgaste del poder y de las sucias maniobras de la oposición.
España vive de la barra fija y del levantamiento de cañas, no solo varios millones de camareros y proveedores, sino también los propios ciudadanos, que pueden soportar cualquier cosa en esta vida menos no poder sentarse en una terraza a echarse unos vasos al coleto con los amigos. La rabia popular irá creciendo en la medida que el virus no sea derrotado. Pablo Casado ya ha olido el rastro de sangre del animal herido y ha ordenado a sus huestes que se lancen a por él, lo acorralen y terminen de darle la dentellada final. En los próximos días vamos a asistir a la enésima campaña de acoso y derribo de Génova 13 contra el Gobierno. A falta de un proyecto reformista para el país, a eso se ha dedicado el jefe de la oposición durante toda la crisis sanitaria: a poner palos en las ruedas, trampas y celadas en forma de montajes de todo tipo contra el sanchismo.
Ya lo hemos dicho aquí otras veces. En lugar de ayudar a la superación del peor drama nacional desde la Guerra Civil, el patriota presidente del Partido Popular ha optado por la crispación, por agitar el avispero para acabar con Sánchez. Y en esa maniobra todo le ha valido: los pactos con el separatismo vasco y catalán; el estado de alarma (unas veces Casado está a favor otras en contra, según vayan las encuestas); el supuesto autoritarismo bolivariano de Moncloa; el comunismo de Pablo Iglesias; el bloqueo en la renovación de los cargos institucionales y judiciales; o las ayudas europeas que, según el líder popular, el Gobierno va a gestionar como un manirroto o mayordomo del chiringuito socialista y la corrupción.
El último mantra que prepara Casado para quedar como un estadista cuando ya ha pasado lo peor de la plaga es la exigencia de que el Ejecutivo acepte la ley de pandemias que le ha puesto encima de la mesa a modo de “trágala”. Tiene bemoles la cosa, ahora que el cataclismo toca a su fin, propone medidas sanitarias. Qué fácil es hacer política desde la demagogia, la retórica vacía y el trumpismo barato.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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