(Publicado en Diario16 el 19 de mayo de 2021)
Y en medio del clima trompetero y prebélico entre España y Marruecos, del ruidoso ajedrez político y de la retórica altisonante de las cancillerías y embajadas, nos desayunamos con la espeluznante fotografía de ese guardia civil rescatando a un bebé en las aguas del mar de Ceuta. Ahí está la gran verdad de todo el sindiós migratorio que está aconteciendo en este mundo globalizado. Ahí está la auténtica explicación a la crisis humanitaria (más bien inhumana) que se ha desatado en las últimas horas en la frontera sur.
La imagen lo tiene todo para convertirse en Pulitzer y en triste emblema de nuestro tiempo, como en su día lo fue la foto del niño sirio Aylan o la joven del napalm de la guerra de Vietnam. La instantánea resume a la perfección el drama cósmico que vive la especie humana. El cuerpecito menudo del bebé, casi inerte, levitando sobre las olas entre los brazos del agente; el inútil flotador que sirve de más bien poco; y el rostro conmocionado del guardia con la mirada perdida en el infinito, sin poder entender nada, mientras una fina lluvia salada arrecia sobre ambos. La fotografía pone los pelos de punta y debería ser suficiente para sacudir nuestras adormecidas conciencias. Lamentablemente, de aquí a una semana ya se habrá olvidado todo.
Lo que se vivió ayer en la bahía de Ceuta, las imágenes de los náufragos desplomándose exhaustos sobre la arena y de cientos de niños empapados, abandonados a su suerte y deambulando de acá para allá en un espectáculo de horror televisado en directo y en alta definición, no se había visto nunca en nuestro país. Es cierto que en otros lugares del planeta donde los campos de refugiados se han convertido en parte del paisaje –las islas griegas, Italia, Turquía y la frontera mexicana con Estados Unidos– ya se han acostumbrado a escenas similares de deshumanizada brutalidad. Pero aquí, en la piel de toro, estábamos todavía vírgenes de este infierno surrealista de pesadilla.
Sabíamos que por ahí abajo, a las puertas de la moribunda África, había una infame alambrada que muchos tratan de atravesar como sea cada día, incluso a costa de dejarse la piel y la vida en el empeño. Pero esa marabunta hambrienta y suicida, ese cuadro rebosante de cuerpos desesperados chapoteando en el mar y tratando de alcanzar la orilla, no lo habíamos visto jamás con tal nivel de crudeza. Lo más parecido a lo de ayer es un estanque de aguas pútridas de insolidaridad en el que miles de peces se retuercen y dan sus últimos coletazos y bocanadas en silencio.
Por fortuna, esta vez supimos estar a la altura como país, lo cual es mucho tratándose de esta España cainita y caótica. O mejor dicho, los agentes de las fuerzas de seguridad, los soldados del Ejército, los voluntarios de Cruz Roja, los servicios sanitarios y de Protección Civil, todos los que vivieron una experiencia que no podrán olvidar el resto de sus vidas, estuvieron a la altura. Y no era fácil.
En un momento de catástrofe humana como la que se vivió ayer en El Tarajal lo normal hubiese sido que los servicios públicos del Estado quedaran desbordados y que finalmente reinara el caos. Pero supieron hacerlo con una templanza y decencia sobrecogedoras. En la frontera de Texas con México, por ejemplo, hace ya tiempo que los policías fronterizos disparan primero y preguntan después. Y los cuerpos de los acribillados flotan mansamente por Río Bravo.
Una vez más, se ha demostrado que las mujeres y hombres de este país que trabajan por los demás son los mejores profesionales, aunque desempeñen su labor en condiciones laborales deplorables, con escaso salario, recursos materiales insuficientes y horarios interminables. Cualquier periodista que haya trabajado alguna vez con ellos, codo con codo en la frontera sur, sabrá de lo que estamos hablando.
Si en estos meses de pandemia nuestro personal sanitario ha dado toda una lección de bravura, de saber hacer y de dedicación abnegada a los demás (hasta casi vencer al coronavirus), ayer fue el turno de los que están en primera línea de otro conflicto no menos descarnado, mirando cara a cara a ese monstruo de miseria y hambre que se revuelve contra la opulenta Europa desde todos los rincones de la madre África. Debemos estar orgullosos de cómo se comportaron en el espigón de la fatalidad.
Ya poco importa si el Gobierno Sánchez ha estado acertado o no en la diplomacia con Marruecos y por qué no se olió lo que se nos venía encima; ya da igual si Pablo Casado no ha sabido estar a la altura y se ha entregado al patrioterismo barato, haciendo infame y bochornoso seguidismo de Abascal, que exige emplear la fuerza armada contra unos supuestos soldados invasores que no son más que unos chiquillos famélicos y asustados.
Lo verdaderamente importante es que los nuestros, los que estaban al pie del cañón, se han comportado con una entereza que asusta y han lanzado un mensaje fraternal al resto del mundo, que no es otro que a toda esta gente no hay que recibirla a porrazos ni con el fuego o las balas, sino que es preciso ayudarla, socorrerla, sacarla del mar, darle una manta térmica y un café caliente al menos. Ya llegará luego el momento de la repatriación si es que las leyes injustas nos impiden buscar un futuro mejor a estas generaciones machacadas por la desgracia colonialista y globalizante.
Jamás podremos olvidar esa imagen, ese pobre bebé sostenido entre los brazos de un agente que no entendía nada pero que cumplía con su deber con humanidad y buen corazón. Gracias a todos los que estuvisteis ayer en el infierno del Tarajal. Con gente como vosotros quizá no todo esté perdido y todavía haya una esperanza para la humanidad.
Viñeta: Pedro Parrilla
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