(Publicado en Diario16 el 20 de junio de 2022)
Ferraz tiembla tras el vuelco a la derecha en Andalucía. En público, los portavoces de Pedro Sánchez se esfuerzan por convencer a la opinión pública de que unas autonómicas no son unas generales, que la victoria de Juanma Moreno Bonilla solo puede leerse en clave regional, no nacional, y que hay que mantener la calma porque el socialismo ha salvado los muebles. No peligra la reelección del presidente del Gobierno, no hay cambio de ciclo, el terremoto Bonilla ha sido episódico, coyuntural, dicen engañándose a sí mismos. Sin embargo, en privado hay sudoración, canguelo, ambiente de funeral. Ayer, Adriana Lastra elaboró una interpretación surrealista de la derrota sin paliativos. Por lo visto el “pobre Juanma” ha ganado por deméritos y errores del PSOE y gracias a los millones que Madrid ha inyectado en Andalucía para para aliviar los efectos de la pandemia y la crisis económica. Ni un atisbo de autocrítica, ni una pizca de análisis realista y valiente del desastre, no ya en las desarboladas filas socialistas, sino en la izquierda en general una vez comprobado en las urnas que ninguna formación progresista ha convencido mayoritariamente a los andaluces.
Sánchez debería reflexionar con urgencia por qué, elección tras elección, se lleva un revolcón regional. Perdió Madrid por colocar como candidato a Kant transfigurado en el personaje de Gabilondo cuando la gente pedía algo mucho más sencillo que una crítica de la razón pura de la democracia y del Estado del bienestar: una tapa y una caña. Moncloa no se olió esa tostada, de modo que la debacle madrileña tuvo su origen en un grave error de interpretación sociológica. El pueblo pedía aire, poder respirar otra vez tras meses de duro confinamiento, y Sánchez no supo verlo. El castañazo andaluz de ayer obedece a factores algo distintos, pero que también tienen que ver con la falta de pericia de la izquierda para leer las corrientes sociales contemporáneas. Una vez más, el candidato socialista (en esta ocasión Juan Espadas) decidió apostarlo todo al manido eslogan de “que vienen los fachas” y el cuento del lobo y Caperucita no ha calado en el andaluz, que lleva un Séneca dentro y no se la dan con queso tan fácilmente. El PSOE venía avisado de la fallida estrategia desde la victoria ayusista en Madrid, pero está claro que en Ferraz no escarmientan.
Moreno Bonilla no es Kennedy. No obstante tiene olfato para la política. El cartel con el que concurría a los comicios del 19J era lo suficientemente esquemático como para que pudiera entenderlo todo el mundo, desde el funcionario acomodado de Sevilla hasta el obrero del metal de la bahía de Cádiz pasando por el machacado autónomo. El mensaje era tan simple como el mecanismo de un botijo: Juanma Moreno, el candidato independiente que funciona al margen de las siglas del PP; el gestor amable y educado que pisa la calle para saludarse con sus paisanos; el hombre tranquilo que huye de la crispación y que quiere poner tierra de por medio con el macarrismo político de la extrema derecha. Todo ello, por supuesto, bien envuelto en la alegre bandera de Andalucía, porque el andalucismo sigue vendiendo pese a lo que crean los fascistas de nuevo cuño que pretenden acabar con el Estado de las autonomías para retornar al delirante centralismo franquista e imperial.
Macarena Olona se ha llevado un buen baño de realidad y cada vez parece más claro que la extrema derecha ha tocado techo. Tienen la parroquia que tienen, pero España, de momento, sigue siendo moderada, demócrata y liberal. Las elecciones las gana quien gana las clases medias, o sea el centro, y quien no aprenda esa lección de una vez por todas está condenado a la basurilla de menos del 15 por ciento de los votos. Por eso Vox nunca podrá alzarse por sí solo con el poder; por eso quedará como bisagra de la derecha hasta que esa bisagra se termine oxidando, como ya ha ocurrido con Ciudadanos. Tendrán su granero de incondicionales, haters tuiteros, negacionistas antisistema, obreros rabiosos con la izquierda y ácratas de la nobleza que les votarán por puro odio. Pero el proyecto, al haber sido concebido como una plataforma marginal para friquis y folclóricos, para radicales y nostálgicos, no podrá cuajar como gran partido de Estado. La Andalucía sensata del 19J que se mira en el espejo para reconocer su pasado y su futuro no ve a Vox, sino a Moreno Bonilla. La lógica se ha impuesto al delirio. Este es un país muy diferente al que trata de dibujar la extrema derecha española y Feijóo toma buena nota. Su barón andaluz le ha enseñado el camino para derrotar a Sánchez.
La izquierda debe lamerse las heridas y empezar la ardua tarea de la reconstrucción. Para empezar, está claro que la atomización en múltiples partidos penaliza gravemente. Urge un gran concilio de la izquierda donde se ponga en común, dejando aparte rencillas y cainismos, un gran programa común para que el votante sepa a qué atenerse. Cien siglas, cien torres de Babel y cien jaulas de grillos conducen directamente al suicidio. Y hay otra cosa no menos importante: el mensaje huele algo rancio, antiguo, nostálgico de un pasado que no volverá. Andalucía y España han cambiado radicalmente en lo sociológico. En los últimos cuarenta años, este país ha dado un salto económico adelante como nunca antes en nuestra historia. Puede que en 1978 Andalucía fuese roja, pero ya no lo es. Una región no puede considerarse de izquierdas cuando el mapa poselectoral queda totalmente teñido de azul. O empiezan a comprender que en el siglo XXI el poder no se gana por asalto ni por revolución, sino convenciendo al electorado con propuestas concretas e imaginativas a los problemas del país, o están muertos y enterrados. Menos manual de Marx que ya nadie lee, menos discursos incendiarios de La Pasionaria, y más cursos prácticos de mercadotecnia posmoderna para ganar elecciones. Es cierto que los valores de la izquierda son moralmente superiores y que están más vigentes que nunca, pero el PP cuenta con su poderosa maquinaria electoral que conecta con la opinión pública como un enchufe trifásico. Mientras no arregle esa avería, la izquierda no tiene nada que hacer.
El mundo cambia a una velocidad de vértigo. El partido que no sepa adaptarse a esta realidad mutante está abocado a la extinción. En política, lo que mejor funciona suele ser lo más sencillo. Si al votante de hoy le das a tragar dialécticas hegelianas decimonónicas, complicadas teorías filosóficas sobre el origen materialista de la pobreza de las naciones y debates bizantinos sobre la esencia de la democracia, se pierde, se aburre y se va a la playa de la abstención o a otro chiringuito. “Bajemos el diapasón de la crispación, no veamos al rival político como a un enemigo, hagamos cosas razonables”, declara Moreno Bonilla en el día después de la victoria. Tan sencillo como eso.
Viñeta: Luis Sánchez
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