(Publicado en Diario16 el 25 de mayo de 2022)
Cada día se cometen seis violaciones en nuestro país. Un auténtico horror. Empezamos a pagar los efectos de una sociedad deshumanizada, de un sistema educativo fallido y de una política tóxica incapaz de dar respuesta a ese terrorismo machista soterrado y silencioso que se propaga no ya por el tercer mundo, sino en las democracias civilizadas. No exageramos cuando comparamos a un violador con un terrorista o un asesino en serie. Quien abusa de una mujer la mata lentamente, a largo plazo. La condena a secuelas físicas y psicológicas de por vida. La amputa emocionalmente hasta que no queda nada de la persona que fue. Desencadena en la víctima una serie de traumas y miedos que convierten una vida feliz en una pesadilla recurrente y sin fin, una persona sana en alguien condenado a vivir una perpetua noche de terror. Un violador o sociópata sexual mata con su miembro viril empleado a modo de arma letal.
Los casos se acumulan, ya vamos por cien manadas judicializadas en diferentes causas repartidas por los tribunales de toda España. En Burjassot (Valencia), una jueza ha dejado en libertad, contra el criterio de la Fiscalía, a una manada implicada en la violación de dos niñas. En Vila-real han pillado a otros tres menores involucrados en una salvajada similar. Y en Almería tres energúmenos han atacado a otra pobre chica indefensa. Gloria Calero, delegada del Gobierno en Valencia, se pregunta qué está pasando para que los hombres de hoy estén “retrocediendo a la cultura de la violación”.
Los expertos se muestran tan desconcertados como preocupados ante el incremento de casos de violaciones grupales entre menores. Nadie sabe explicar las causas de un fenómeno que se propaga como un mal endémico de nuestro tiempo. Brutos y descerebrados mozallones que salen a violar en rebaño, en montonera, como si estuviesen celebrando la victoria de su equipo de fútbol. Tarados mastuerzos obsesionados con engrasar sus músculos que encuentran en la caterva, en la reafirmación del clan, una forma de realizarse, de integrarse, de reafirmarse y superar su fracaso personal, sus frustraciones enfermizas, sus complejos freudianos. Creen que tras la masa pueden disimular lo mierdas que pueden llegar a ser. Un violador solitario es un inadaptado que paga su delito con el miedo a cuándo llegará la policía para llevárselo preso. Un violador colectivo, amparado entre otros violadores, se siente protegido, arropado, impune. Es un participante más en un juego macabro, alguien convencido de que, como hay otros idiotas como él en esa ruleta, no hace nada malo ni comete ningún crimen. Pura maldad organizada alrededor de la tribu; puro narcisismo multitudinario que ve a la mujer como una pieza de la diversión, una presa autorizada de la cacería con licencia, un simple objeto de placer.
Los psicólogos creen que la pornografía y el culto al macho pueden estar en el origen del mal. Niños que entre los ocho y los doce años no tienen a nadie que les explique que cuando un hombre quiere a una mujer la respeta y la ama, no la fuerza contra su voluntad arrinconándola en un ascensor. Adolescentes que ante la falta de información vuelcan su curiosidad en las páginas guarras de internet y acaban creyendo que para tener éxito con las chicas es preciso ser un empotrador despiadado y sin escrúpulos, un Rocco Siffredi de la vida, una máquina de follar sin sentimientos. Desestructuración, deshumanización, falta de educación sexual, maltrato infantil paterno, fracaso escolar, desempleo, miseria, incultura y ausencia de libros, odio en las redes sociales, alcohol y consumo de drogas pueden ser otros factores que contribuyen a fabricar al monstruo, al violador de la manada. Por supuesto, la extrema derecha con sus discursos negacionistas de la violencia machista aportan su grano de arena a este inmenso desastre social. Esta misma semana, sin ir más lejos, hemos tenido un buen ejemplo con el discurso de la victoria de Isabel Díaz Ayuso en el congreso regional del PP. Calificar a las feministas de “malcriadas que aspiran a llegar solas y borrachas” es una invitación a la caza, un estímulo fuerte para que las manadas de lobos hambrientos de carne fresca abran la veda y den rienda suelta a su depravación y su degeneración como seres humanos.
Hemos creado una sociedad de zoquetes y cenutrios sexuales robotizados, babeantes y seducidos con la pornografía, a la que hemos convertido en un sucedáneo malo de la clase de educación sexual que las mentes calenturientas de Vox pretenden suprimir del calendario escolar convencidas de que en ese nido de rojos se practican orgías y pedofilias. Cuando el fanatismo religioso entra en la escuela la razón salta por la ventana. Ya da igual si los mozos salidos de las manadas han llegado a este punto de no retorno por un exceso de hormonas y tatuajes, por una mala alimentación, por un empacho de reguetón y videojuegos, porque sus padres no les dieron el cariño suficiente cuando eran niños o porque el sistema ultracapitalista los ha neurotizado e infantilizado al exceso hasta volverlos gilipollas, anómicos o pequeños psicópatas sin sentimientos, como aquellos drugos de La naranja mecánica a los que se les iba la quijotera en sesiones de ultraviolencia sin control. El caso es que nos enfrentamos a un tremendo problema social. La mayoría de los afectados no son enfermos, sino gente normal. Un padre de familia que lleva su vicio en secreto, un alumno solitario e inadaptado que vuelca su rabia contra la mujer, un adicto enganchado a Tinder. Víctimas del modelo machirulo que se impone a través del cine, la televisión y las nuevas ideologías políticas. Jueces (también juezas) que absuelven al violador porque la víctima no cerró suficientemente las piernas o vestía faldas provocativas o era demasiado promiscua o simplemente porque donde hay una agresión brutal ellos ven un ambiente de alegría y jolgorio. Es la violencia contra la mujer en grado máximo que se ha institucionalizado, banalizado y aceptado como normal. Es el retorno a un pasado muy oscuro que creíamos ya superado.
Viñeta: Pedro Parrilla
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