(Publicado en Diario16 el 3 de junio de 2022)
La invasión rusa de Ucrania cumple hoy cien días. El desastroso balance habla de más de 4.000 civiles muertos, de cientos de soldados caídos por ambos bandos, de ciudades completamente arrasadas y de 15 millones de refugiados, un éxodo como no se conocía desde la Segunda Guerra Mundial. Pero más allá de las cifras desgarradoras cabe preguntarse: ¿qué ha conseguido Putin con su plan descabellado y suicida? Es cierto que ahora controla un 20 por ciento del territorio ucraniano (la codiciada región prorrusa del Donbás que da la llave para el tráfico comercial marítimo en el Mar Negro), pero lo hace como un odiado invasor que impone su ley a un pueblo soberano por la vía de la fuerza. Nada que se construya mediante la guerra y la violencia puede perdurar. Apaciguar la zona controlada llevará años. El Donbás será un foco permanente y constante de conflicto y la guerrilla ucraniana, con ataques puntuales y esporádicos, causará estragos en las fuerzas invasoras. Aquellas tierras se convertirán en un lugar invivible, inhabitable, y sus habitantes no volverán a dormir tranquilos.
Es evidente que el líder del Kremlin ha fracasado en su guerra relámpago. Putin pretendía tomar el país entero conquistando su corazón y capital, Kiev, pero la brava resistencia ucraniana –con la ayuda de las potencias occidentales– lo ha impedido. El autócrata ruso se ha visto obligado a renunciar a la tarta entera, conformándose con una sola porción, y ese botín le ha salido carísimo. El ejército ruso ha quedado seriamente mermado, sufriendo un severo desgaste no solo en número de muertos y heridos sino en material perdido. Tanques, camiones, vehículos blindados han quedado en las cunetas, inutilizados, durante el enloquecido avance ordenado por el Kremlin. Rusia ni siquiera ha podido hacer uso de su poderío aéreo, ya que las baterías antiaéreas ucranianas, dotadas de misiles tierra-aire enviados por Estados Unidos y la OTAN, han mostrado un alto grado de eficacia para derribar aviones. Tal es así que la guerra de Ucrania va a servir para que el helicóptero, blanco fácil para los sofisticados proyectiles enemigos, pase a la historia como arma de guerra.
Hoy por hoy, el supuesto objetivo de Putin de “desnazificar” Ucrania –una patraña y una gran farsa construida para justificar el imperialismo y el delirio expansionista ruso– ha resultado un auténtico fracaso. Pero más allá de que la guerra esté siendo un fiasco para el sátrapa de Moscú, conviene no perder de vista cómo queda Rusia ante el mundo. La sensación de potencia decadente que Putin ha proyectado al mundo quedará para siempre. La imagen de aquella columna de blindados rusos embarrancada a las puertas de Kiev, impotente como una gigantesca y lenta oruga enferma, supondrá un pesado lastre para la credibilidad del país de cara al exterior. Todo el mundo pudo ver en directo, a través de las imágenes vía satélite difundidas por la televisión, que el temible ejército putinesco no era más que un montón de chatarra inservible y oxidada que se averiaba a las primeras de cambio. Las consecuencias nefastas de este episodio bélico de final todavía incierto ya se están dejando sentir: el orgullo ruso herido, una nación arruinada y desmoralizada por el aislamiento y las sanciones económicas, una potencia mundial tambaleante que ya no es ni sombra de aquella poderosísima Unión Soviética que llegó a dominar la mitad del planeta plantando cara al bloque capitalista. El rechazo y el repudio de la comunidad internacional a la invasión rusa de Ucrania ha sido prácticamente unánime. Hasta China, tradicional aliado del régimen moscovita, ha tenido que hacer piruetas diplomáticas y nadar entre dos aguas en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para no unir su destino al del paranoico Putin.
Pero la peor de las noticias para el tirano no es que hoy esté más solo y arrinconado que nunca –ya ni siquiera le apoyan los oligarcas corruptos, los magnates que hasta hace cuatro días vivían una vida feliz de yates y lujos en las cálidas costas mediterráneas y que han visto con horror cómo la UE confiscaba todas sus propiedades– sino que su disparatado y anacrónico sueño de derrotar a la OTAN está cada vez más lejos. Antes de estallar la guerra, la Alianza Atlántica atravesaba por el momento de mayor debilidad de su historia. Donald Trump había roto la baraja, apartándose del club militar al considerar que Estados Unidos estaba contribuyendo con un esfuerzo económico mucho más elevado que el resto de los socios. El multimillonario presidente llegó a amenazar con sacar a los norteamericanos del tratado firmado en 1949 si los estados miembros no incrementaban notablemente su inversión armamentística. Incluso sugirió que España debía redoblar su esfuerzo hasta dedicar un dos por ciento de su PIB a gasto en Defensa.
La historia nos dice que, tras el hundimiento del bloque soviético, la OTAN entró en una etapa de incertidumbres donde se llegó a cuestionar su utilidad, su funcionalidad y su propio futuro. Algunos países sopesaron seriamente abandonar un foro que realmente no estaba cumpliendo ningún papel más allá de servir de escaparate para demostrar el poderío militar de Occidente en general y de Estados Unidos en particular. Al cruzar el Rubicón ucranio hace ahora cien días, Putin no hizo más que resucitar una alianza militar que atravesaba horas bajas. Hoy la organización está más fuerte y cohesionada que nunca y países tradicionalmente neutrales como Finlandia o Suecia se plantean pedir el ingreso exprés, cuanto antes, por miedo a ser invadidos por el dictador exagente del KGB. Ayer mismo, el jefe de la OTAN, Jens Stoltenberg, sacaba pecho en nombre de la Alianza al reafirmar el compromiso “indefectible” de mutua protección de todos los aliados y aseguró que Putin “solo tendrá más OTAN si busca tener menos OTAN”. La jugada del presidente ruso ha sido desastrosa. Como espía, en sus tiempos, sería un crack. Como estratega político y militar es una auténtica calamidad.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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