(Publicado en Diario16 el 31 de mayo de 2022)
La comuna de Saint-Denis ya no aparece en los folletos turísticos de París pese a su maravillosa basílica gótica en la que descansan los restos de algunos reyes de Francia. Aquello se ha convertido en un gueto, una bolsa de miseria y pobreza donde no entra ni la policía. El pasado fin de semana, durante la final de la Champions League entre el Real Madrid y el Liverpool, el barrio explotó. Cacos, rateros, carteristas, pandillas organizadas, tironeros, mangantes y descuideros salieron de detrás de cada esquina, de detrás de cada farola, para lanzarse como hienas hambrientas sobre los aficionados que pretendían pasar una noche agradable de fútbol animando a sus respectivos equipos. No respetaron nada. Empujaron a pacíficos padres de familia que llevaban a sus hijos de la mano para robarles el teléfono móvil, acorralaron a inofensivos jubilados a punta de navaja e incluso asaltaron autocares en marcha para sustraer el equipaje a los turistas, como aquellos pistoleros enmascarados que asaltaban la diligencia en las viejas películas del Oeste.
“El estadio está en un barrio muy complicado y tienes que ir andando hasta la civilización. Estaba todo cortado y no había taxis. Había mucha gente organizada para robar y atracar. Pasamos miedo porque no había luz y todo eran callejones”, explica la periodista deportiva Irene Junquera. Una ratonera, un auténtico laberinto del que resultaba imposible escapar. La primera pregunta que se plantea, lógicamente, es cómo pudo ocurrir, cómo pudo ser que ni la UEFA, ni el Ayuntamiento de París, ni el Gobierno de Macron tomaran las medidas necesarias para que la gente que acudía al estadio no terminara siendo perseguida por una jauría salvaje. Cuesta trabajo creer que Francia, el país símbolo de la modernidad y la prosperidad europea, haya podido proyectar al mundo semejante imagen tercermundista y de territorio sin ley donde se puede practicar la caza y captura al turista impunemente de día o de noche. La Policía no actuó a tiempo y cuando lo hizo usó gas pimienta tanto contra los atracadores como contra las víctimas, otra muestra más del descontrol que se vivió por momentos. Si esto está pasando en el corazón mismo de la Europa rica y avanzada, ¿qué no estará ocurriendo en otros lugares mucho más atrasados económicamente?
Pero más allá de los errores y chapuzas cometidos por un país que aspira a organizar los próximos Juegos Olímpicos, lo más preocupante de todo es que asistimos al fracaso de un modelo político y económico, al hundimiento del Estado de bienestar. No se trata solo de Saint-Denis como un caso aislado, hablamos de que cada gran ciudad europea tiene ya su propio gueto de marginados y favelas. Lugares como Molenbeek en Bélgica, un semillero de terroristas suicidas sin futuro; Rosengård en Suecia, donde los enfrentamientos entre grupos violentos están a la orden del día; Secondigliano en Nápoles, el gran feudo de la Camorra napolitana; o Cañada Real en Madrid, el mayor supermercado de la droga del viejo continente. El sueño de la Europa opulenta y floreciente que nos habían prometido termina en todos esos agujeros negros demográficos, islas a la deriva sin comisarías ni bibliotecas donde cientos, miles de personas, malviven enjauladas tras las rejas de casas baratas y en unas condiciones infrahumanas que poco se diferencian ya de esos poblados africanos, asiáticos o sudamericanos de los que nos hablan los rutinarios telediarios de mediodía. De la noche a la mañana, Europa se ha tercermundizado y ya vivimos bajo el mismo terror de aquellas ciudades mexicanas controladas por el cártel de Sinaloa, el paraíso del crimen del dios ‘Chapo’ Guzmán donde pese a la oleada de crímenes narcosatánicos “todo está bien”, según dice el vejete López Obrador, que ahora vuelve de darse una vuelta rápida por allí tras hacerse unas fotos propagandistas, en plan patriarca bananero, con la prensa.
La globalización ha llegado a tal sindiós, a tal nivel de locura e injusticia, que ya no tenemos que irnos a Sudán, Etiopía o Malí para contemplar la catástrofe humanitaria en toda su dimensión. Ya no es necesario viajar miles de kilómetros al otro lado del mundo para caer en manos de una tribu urbana, guerrilla, mara o pandilleros armados hasta los dientes que hacen del barrio abandonado su feudo inexpugnable. Tenemos el tercer mundo a la vuelta de la esquina según se va y para encontrarnos con él solo tenemos que tomar el Metro, viajar hasta los suburbios y extrarradios, hasta el corazón de las tinieblas capitalista, y bajarnos en la estación del hambre, de la droga o de la miseria.
Los jerarcas de Bruselas, entretenidos en sus casinos bursátiles y en su guerra petrolera con Putin, se han desentendido de todos esos rincones convertidos en pequeños Alepos, en pequeñas Franjas de Gaja donde al inmigrante se le enseña la jerga del odio a Occidente y el fanatismo fascista. Barrios enteros donde los niños puestos de crack juegan en solares rebosantes de basura, condones usados y jeringuillas. Barrios donde la mafia ha sustituido a la escuela y el lenguaje de la navaja al libro. Barrios donde la única esperanza que le queda al marginado para escapar de su infierno existencial es dar el pelotazo musical en Youtube echando unos ripios al aire como su ídolo el rapero Morad. No nos extraña nada que en Saint-Denis, bajo la sombra del lujoso Stade de France –ópera deportiva de divos futbolistas–, esté creciendo una estirpe de perdedores condenada al navajeo, a la violencia social y al asalto al turista.
Y ahora, llegados a este punto, es cuando sale el supremacista neoliberal blanco de turno que vuelca su bilis en Twitter y suelta: “Pero señor Antequera, no sea usted demagógico e ingenuo. Pobres y delincuentes los ha habido siempre y los seguirá habiendo. Lo que hay que hacer es echar a toda esta chusma negra de Europa”. El diagnóstico propio de la extrema derecha racista resulta, una vez más, tan tóxico como falaz. La mayor parte de los jóvenes de Saint-Denis, de Molenbeek o de la barriada de El Príncipe son inmigrantes de segunda generación, es decir, ciudadanos nacionales franceses, belgas y españoles con plenos derechos. Son nuestros despojos humanos. Somos nosotros quienes les hemos robado el futuro. Y ahora reclaman lo suyo.
Ilustración: Artsenal
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