(Publicado en Diario16 el 1 de junio de 2022)
Van a cumplirse cien días de la invasión de Ucrania y nada hace pensar que el horror pueda terminar de forma inminente. Fracasado el intento de Putin de tomar la capital Kiev, el Kremlin se centra ahora en la “limpieza” de la región separatista prorrusa del Donbás. Europa y Estados Unidos siguen armando a los ucranianos y la última remesa de sistemas multicohetes avanzados que la Casa Blanca ha enviado a Zelenski se entiende en Moscú como una noticia “extremadamente negativa”. Mientras tanto, las sanciones económicas de la comunidad internacional, aunque están haciendo daño al régimen putinesco, no ha conseguido, de momento, el derrocamiento del sátrapa. Rusia acaba de certificar un superávit de 98.000 millones de dólares gracias a sus exportaciones en nuevos mercados. El Kremlin sigue haciendo caja, las sanciones han quedado en papel mojado y los rusos, gente recia, se han adaptado perfectamente a la economía de guerra.
El conflicto político-militar desemboca, invitablemente, en una crisis energética global sin precedentes. La UE ha adoptado drásticas medidas como el embargo del petróleo ruso. Por su parte Gazprom, el gigante ruso, reacciona cerrando el grifo del gas a grandes empresas de Alemania por no pagar en rublos, tal como exige el maníaco presidente ruso. Berlín tiembla tras quedarse sin suministro para abastecer a sus grandes multinacionales y el próximo invierno puede congelar a millones de alemanes. El fantasma de una nueva recesión planea sobre Europa. Todas las alarmas han saltado en Bruselas, que estudia adelantar los planes de transición energética hacia una economía verde y sostenible que rompa la dependencia energética de Rusia, pero cualquier reconversión industrial a gran escala no podrá hacerse de la noche a la mañana, necesitará años, probablemente décadas.
Los frentes se estancan, la guerra se cronifica, la población sigue sufriendo el horror de los planes criminales del dictador ruso. Más de 4.000 civiles han perdido la vida desde que se inició la invasión; 15 millones de ucranianos han tenido que huir del país en un éxodo masivo. Ciudades como Mariúpol han sido completamente reducidas a escombros y los combates se centran ahora en la ciudad de Severodonetsk, convertida en otro escenario de terror. Las tropas rusas bloquean los principales puertos del país, paralizando la salida de barcos mercantes por el Mar Negro. Millones de toneladas de cereales se pudren en los contenedores, lo que previsiblemente provocará una crisis alimentaria mundial sin precedentes. Hasta hoy Ucrania era la gran despensa planetaria de grano y su colapso afectará a los países más necesitados, que serán los primeros en sufrir la hambruna y la carestía. Así es la enloquecida guerra total de Putin, que ha decidido poner a la humanidad de rodillas hasta matarla de frío y de inanición.
Tras cien días de sangre y fuego, Rusia no ha logrado sus objetivos militares. Sus ejércitos, mal pertrechados y aprovisionados, están sufriendo numerosas bajas. A su vez, Zelenski reconoce que Ucrania pierde entre 60 y 100 soldados al día. La cuerda se tensa y la frontera oriental europea, donde se acumulan tropas de ambos bloques, se ha convertido en un auténtico polvorín. La OTAN se ha implicado definitivamente y cualquier incidente aislado, cualquier chispa, un avión derribado o un soldado otanista muerto, puede hacer estallar la Tercera Guerra Mundial. El ejército ruso está llevando a cabo “simulacros nucleares” en la provincia de Ivanovo, al noreste de Moscú, según la oficialista agencia de noticias Interfax. Un millar de militares estarían participando en amplias maniobras con lanzadores de misiles balísticos intercontinentales Yars capaces de alcanzar cualquier objetivo de la Tierra en apenas unos minutos. Ya no cabe ninguna duda: Putin está pensando en utilizar su poderoso arsenal atómico. La hipótesis de una confrontación hasta la aniquilación total no es ninguna tontería.
Un clima de preguerra nuclear se ha apoderado de Rusia, la población se prepara para lo peor, un estado de opinión que se aprecia en las noticias y comentarios de la televisión estatal, habitual medio de propaganda del Kremlin para la macabra manipulación de conciencias. “Podemos decir que ha comenzado la Tercera Guerra Mundial”, asegura Olga Skabeyeva, presentadora de uno de los programas de mayor audiencia. Es evidente que en Rusia han pasado de pantalla, la operación para “desnazificar” Ucrania ha quedado atrás y se ha entrado en una nueva fase de la historia. Los rusos ya no están luchando contra los ultranacionalistas ucranios del batallón Azov, sino “contra la infraestructura de la OTAN, contra la propia OTAN”, tal como proclama la tal Skabeyeva, que aprovecha sus sermones televisivos para colocar el racismo como doctrina, como cuando lamenta que los países occidentales llenos de “homosexuales contagiados con la viruela del mono” estén suministrando armas al enemigo. El delirio bélico ultranacionalista del autócrata Putin –insuflado con el aliento del patriarca Cirilo–, se propaga como una enfermedad contagiosa por todo el país, tal como ocurrió con aquellos alemanes abducidos que bebieron el elixir narcótico del Tercer Reich en 1933.
Sin embargo, pese a que Rusia trabaja ya en el peor de los escenarios (el Armagedón nuclear) los infantilizados occidentales siguen viviendo en su oasis feliz como si nada estuviese ocurriendo. Los gobiernos no le están diciendo a sus pueblos toda la verdad, no le están contando que se avecina una crisis tremebunda, que las clases medias van a empobrecerse como nunca, que tendrán que hacer duros sacrificios como los que hicieron sus abuelos en la Guerra Civil española o en la Segunda Guerra Mundial. Pero explíquele usted a un señor de Albacete que le van a cortar el gas en invierno porque hay una guerra en un lejano país que no sabe ni ubicar en el mapa. Brotará el malestar social, se gestarán revueltas ciudadanas, aparecerán los cayetanos de siempre dispuestos a sacar tajada de la crisis, a derrocar gobiernos democráticos y a colocar a sus pequeños dictadorzuelos locales. Orbán ya ejerce en Hungría. Dramáticas convulsiones en las sociedades democráticas no tardarán en llegar cuando Europa entera tiemble aterida y famélica. Esa es la victoria con la que sueña el paranoico exagente del KGB. Solo un enemigo puede detener a Putin: el cáncer terminal que dicen que padece. Una Rusia sin él podría frenar la espiral de locura, aunque tampoco eso es seguro. La segunda línea sucesoria, sus peones de confianza que vienen por detrás para custodiar el legado, no son precisamente nobles pacifistas. El líder ruso juega una partida de ajedrez contra el tiempo, contra sí mismo, contra la muerte. Como en El Séptimo sello de Bergman.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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