(Publicado en Diario16 el 20 de mayo de 2022)
Primera noche de Juan Carlos I en España tras su retorno del exilio en Abu Dabi. El emérito ha dormido en la casa de su fiel amigo y anfitrión Pedro Campos y encara el primer día de excursión a Sanxenxo. Hoy se pasará por el Club Náutico y aprovechará para saludar a sus viejos camaradas, esos que forman la ya bautizada como “Corte de los Gallegos”. Perdido el afecto de buena parte de su pueblo, acorralado por los escándalos fiscales y líos de faldas y con un juicio pendiente en Londres por el supuesto acoso a Corinna Larsen, el monarca honorífico ha decidido montar su propio palacio alternativo, un Camelot de cartón piedra donde los palmeros, bufones, correveidiles y arrimados le ríen las gracias, le lanzan vivas y vítores (convenientemente pagados bajo manga, por supuesto) y hacen las veces de extras para crear la ficción del esplendor borbónico perdido.
Uno de los grandes logros del Rey Campechano durante la Transición consistió en acabar con las camarillas y cortesanos que a lo largo de los siglos habían infectado la monarquía española. Es cierto que el emérito siempre se ha rodeado de empresarios, de nuevos ricos y de pelotas con más o menos dinero que han hecho las veces de paganinis de sus fiestas y regatas. Pero de cara a la galería logró trasladar al pueblo la idea de que la monarquía española era más de clase media que aristocrática, más plebeya que patricia, más austera que lujosa. Fue así como se puso en circulación el falso mito de que la Casa Real hispana nos salía barata a los españoles en comparación con otras dinastías europeas como la británica o incluso con afamadas repúblicas como la francesa, que según la propaganda monárquica costaba tres veces más. Hoy ya sabemos que esa idea del rey barato no fue más que otra mentira más. Al final nos ha salido caro, no solo en comisiones, dinero negro y multas del fisco, sino en descrédito internacional.
A la construcción del relato del rey llano y del pueblo contribuyeron decisiones acertadas como la elección de la Zarzuela como residencia oficial de la Familia Real (una casona que para cualquier rico sería un modesto chamizo y poco más) y el descarte de magníficos reales sitios como el Palacio Real, El Escorial o la Granja de San Ildefonso, el Versalles español. Al mismo tiempo, Juan Carlos supo rodearse de hombres con mucho más empaque político e inteligencia que él como Sabino Fernández Campos, el gran general que protegía al jefe del Estado de seducciones golpistas y que ponía sensatez al reinado del joven monarca, un vivalavirgen que en ocasiones se montaba en la moto, dando esquinazo a los escoltas, para irse de picos pardos por España. “El rey no está ni se le espera”. Aquella histórica frase del buen consejero de Juan Carlos I fue el rotundo mensaje que logró frenar a los sediciosos de la Brunete y rescatar al monarca del fango de la conjura en la noche más funesta para la democracia. En esa sentencia enigmática aún por descifrar en toda su dimensión histórica está sintetizado todo lo que fue la Transición española.
Sabino fue el rey en la sombra, el hombre que plantó cara a los traidores de Tejero y que paró el golpe con un portazo en las narices y una cámara de Televisión Española. Hoy el emérito ya no tiene a su alrededor personajes de la talla humana y estadista del célebre ayudante de cámara real. Y así le va. Desde que dejó de estar bien asesorado, Juan Carlos funciona a su bola, descontrolado, haciendo de su capa un sayo. Borboneando de acá para allá, como un jubilado ocioso o pollo sin cabeza (lo del pollo no va con retranca franquista).
El secreto del éxito de los primeros años del juancarlismo fue que la monarquía supo construir el mito del rey pobre, vulgarizado, populachero. Esa fue la gran clave del invento. El triste show de Sanxenxo rompe oficial y públicamente el hechizo del cuento, que ya estaba más que resquebrajado tras los últimos escándalos. Lo que Juan Carlos I quiere escenificar estos días en su feudo gallego no es sino la refundación de un nuevo juancarlismo mucho más oscuro y hermético, una nueva forma de entender la monarquía que rompe con la tradición democrática instaurada en los setenta. Un rey blindado tras la camarilla, el valido y una superpandi de nuevos cortesanos tan casposos como oportunistas. Un rey haciendo obscena ostentación de poderío económico (el jet privado a 100.000 euros el billete que aún no sabemos quién lo ha pagado). Un rey, en fin, que levanta un segundo palacio en clara competencia con Zarzuela, una monarquía dentro de otra monarquía a modo de muñeca matrioska, una Corte de los Gallegos en abierto desafío a su hijo Felipe VI.
Juan Carlos I había prometido que su retorno a España sería discreto, alejado de los focos y de los periodistas, casi en el anonimato. Nada más lejos. Lo que estamos viendo en la televisión, el aterrizaje en plan Pinochet y el intento de baño de masas de hoy en el Club Náutico (un quiero y no puedo, han ido a recibirle un puñado de vecinos y cuatro gatos pagados por Vox), supone la constatación fehaciente de que el patriarca ha decidido volver por la puerta grande, no ya como un nuevo Fernando VII en horas bajas, sino como una gran estrella del rock nacida para el espectáculo de masas. La imagen histórica del patriarca bananero bajando del jet, tembloroso pero enfadado y dando estopa con la vigorosa muleta al ayudante que quería sostenerlo para que no rodara por las escaleras, lo dice todo.
Llega un rey resentido con su pueblo al que considera desagradecido por haberle dado la espalda. Llega no solo un rey huraño y resabiado con Hacienda, con Fiscalía y con el Gobierno de Pedro Sánchez por haberlo aparcado en un lejano desierto, sino también un abuelete con mala uva y furioso con su hijo Felipe, a quien claramente le está echando un pulso. Asistimos a un hombre que se quita la careta de demócrata y se pone la de absolutista, un divo crepuscular que vive en una burbuja (al margen de la realidad) y que se cree por encima de las instituciones democráticas, de la ley, de la propia Corona. Un solitario mariachi de la decadente realeza europea que canta aquello de con dinero y sin dinero, yo hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley. El ridículo internacional lo ha definido a la perfección la exvicepresidenta Carmen Calvo: hoy suben las temperaturas en todo el país, gran bochorno en Sanxenxo.
El emérito ha optado por aquello tan castizo de “para cuatro días que me quedan en el convento” y ha decidido ser él mismo, ya sin corsés, sin complejos y sin prudentes Sabinos que le paren los pies. Se nos ha echado al monte en plan dictador o negacionista de todo lo que construyó durante cuarenta años de feliz reinado. No extraña que entre sus palmeros estén Vox y el PP, que no quiere quedarse atrás en su competición con la extrema derecha para ver quién es más monárquico autoritario. Nada de esto es una broma o un simple cotilleo folclórico para la prensa rosa. Está en juego el modelo político del 78, el futuro del país. Felipe VI tiene un serio problema con su padre. Y no solo familiar, también de autoridad. Vuelven las dos España, esta vez enfrentadas en dos banderías dinásticas (juancarlistas versus felipistas). Dos cortes palaciegas fronterizas, dos reyes a la gresca (por si no tuviéramos suficiente con uno). Nunca un Borbón hizo tanto por la república.
Viñeta: Pedro Parrilla
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