(Publicado en Diario16 el 3 de junio de 2022)
El partido tenía todos los ingredientes para pasar a la historia. El gigante Nadal con el peso de su leyenda a cuestas contra el joven aspirante Zverev dispuesto a dejarse la piel para desbancar del trono de Roland-Garros al mito español. El duelo estaba siendo épico. Raquetazos como cañonazos retumbando en el silencio de la pista Philippe Chatrier, bolas imposibles, dejadas, reveses, derechazos angulados al límite de las leyes físicas y de la gravedad. Un partidazo increíble que recordarían las generaciones venideras. Quizá el instante en que Nadal iba a ser derrocado por un muchacho rubio con pinta de windsurfista descarado. Y en ese momento, justo cuando el encuentro estaba 7-6 y 6-6, con las espadas en todo lo alto y otra apasionante “muerte súbita” a las puertas para desempatar, ocurría la desgracia que nadie se esperaba: el jugador alemán daba un mal paso al tratar de llegar a una pelota perdida, su tobillo se torcía de mala manera –provocando la exclamación horrorizada del público–, y todo acabó.
Los griegos representaban a Tique, diosa de la suerte, jugando con una esfera, o sea la vida de cualquier mortal. Ayer la diva bajó del Olimpo, compró una entrada para el partido del año e hizo de las suyas. Las lágrimas de Sascha y sus gritos retorciéndose de dolor sobre la tierra batida quedarán como una de las imágenes más duras y conmovedoras de la historia del deporte. Las asistencias tuvieron que llevárselo en silla de ruedas y tras unos minutos de tensión el jugador tuvo el valor, la elegancia y la vergüenza torera de salir a la pista para, avanzando torpe y lentamente, despedirse del juez de silla, de su contrincante y del público, anunciando su retirada del torneo. Fue una imagen digna de una escena de la mitología clásica. Ver al tenista agarrado a esas odiosas muletas donde antes había una raqueta poderosa, verlo cojear a duras penas como un Aquiles mortalmente tocado por el pie, como un gladiador infatigable que hasta ese momento había brillado con luz propia bajo los focos, se recordará como una de las escenas más desoladoras y tristes que se hayan visto jamás sobre una cancha de tenis.
La fatalidad nos aguarda, acechándonos, en el siguiente set de la vida. Nunca sabemos cuándo el hado burlón nos va a colocar ante una bola decisiva de partido. Ahora somos felices, cantamos, brindamos y disfrutamos de una tarde placentera ante unas cervezas, unas patatas fritas y un trepidante partido de tenis. Un minuto después la desgracia se ceba con nosotros sin que sepamos explicarnos cómo ni por qué. Es la cruel maldición del destino que juega con los humanos y los zarandea como peleles desde los tiempos inmemoriales de Homero. Einstein creía que el azar no existe; que Dios no juega a los dados. Pero la terrorífica verdad es que unos, los tocados por la varita mágica, tienen reservada la gloria y un final feliz; a otros, sin embargo, les aguarda el infortunio, la mala suerte, el mal fario que se cruza como un verdugo implacable en el camino, como esa maldita red tenística que en el último momento no deja pasar el punto ganador.
Woody Allen reflejó magistralmente la ley de la casualidad en aquella soberbia película, Match Point, que nos enseña que la vida es una pura cuestión de azar, de segundos, de milésimas de segundos. Un centímetro separa el cielo del infierno. El canto de una moneda marca la diferencia entre levantar el trofeo en medio de un estadio enfervorecido y entregado o terminar en la sala de un hospital con una bolsa de hielo sobre un tobillo partido por la mitad. ¿Quién decide todo esto, acaso una especie de caprichosa diosa Fortuna? ¿Por qué unos nacen con estrella y otros estrellados? ¿Viviremos una segunda vida, una nueva oportunidad existencial en la que nuestros errores, desgracias, calamidades y desventuras puedan ser reparadas haciendo justicia a la injusticia? Nos resistimos a pensar que somos eslabones predeterminados, simples anillas de una cadena de acontecimientos, unas veces nefastos, otras dichosos. Pero es lo que hay. Nada de lo que hagamos, nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, nuestro dinero, nuestra obsesión por alcanzar el éxito, servirá de nada porque en algún lugar está cavado en la tierra ese bache traicionero que lleva nuestro nombre en el que meteremos la pata algún día, tal como le ha ocurrido al pobre Zverev.
Ahora solo cabe desear que la lesión sea lo menos grave posible y que el deportista accidentado pueda volver cuanto antes a la competición. Por cierto, nuestro Nadal impecable como siempre. “Estoy muy triste por él”, dijo visiblemente afectado tras darle un abrazo fraternal a su adversario. Es tan noble y templado este manacorí que si pudiera poner el reloj a cero otra vez –como si nada hubiese pasado, como si esas dos horas y media de partido antológico y total no hubiesen ocurrido jamás–, le daría a su rival la oportunidad de volver a disputarle la semifinal en buena lid, ya sin diosecillas inoportunas y veleidosas tramando malas tragedias griegas. Para Rafa ni catorce Roland-Garros valen nada al lado de las amargas lágrimas de Sascha. Hoy ha vuelto a darnos otra lección.
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