viernes, 10 de junio de 2022

LA REGATA

(Publicado en Diario16 el 16 de mayo de 2022)

El regreso del rey emérito a España es cosa de días. El periodista Fernando Ónega, un hombre habitualmente bien informado sobre asuntos de Zarzuela, cree que el retorno puede producirse el próximo fin de semana, coincidiendo con las regatas de Sanxenxo. Habrá que ver qué dice Jaime Peñafiel, que lo que cuenta va a misa. Aunque no ha trascendido cuánto tiempo se quedará en nuestro país el viejo patriarca de la Transición, todo apunta a que será una visita relámpago, un visto y no visto. Un paseo en barco sin demasiado ajetreo (hay que cuidar esa cadera), una cena con bogavante y ribeiro a la vera del mar, una reunión con familiares y amigos y con las mismas para Abu Dabi. Queremos pensar que el emérito no se saldrá de ese sensato planning, de esa excursión dominguera que a fin de cuentas no deja de ser una concesión de la democracia por razones humanitarias. Toda persona (hasta un rey en el exilio) tiene derecho a reunirse con los suyos de vez en cuando. Esa es la grandeza del Estado de derecho y la gran diferencia con los regímenes autocráticos.    

Pese a que sobre Juan Carlos I ha recaído la sospecha de graves delitos fiscales, de blanqueo de capitales y cobro de comisiones, conviene tener en cuenta que a día de hoy (y aunque cueste trabajo digerirlo) este hombre no está condenado por nada. Es más, la Fiscalía Anticorrupción lo ha absuelto de las diferentes causas en las que se ha visto envuelto, si bien es cierto que la decisión de archivarlo todo por diferentes motivos –prescripción, inviolabilidad constitucional o falta de pruebas– ha provocado controversia y polémica, no solo en el mundo de la judicatura, sino también en la política y en los medios de comunicación. Nadie en su sano juicio entiende cómo alguien que mueve una fortuna de 2.000 millones de euros (según Forbes y The New York Times), testaferros, sociedades pantalla, paraísos fiscales y una donación millonaria a nombre de su amante puede irse de rositas. Por la mitad de semejante pastel cualquier españolito habría terminado con sus huesos en Alcalá Meco.

No obstante, aunque no ha habido sentencia penal en los tribunales (ni la habrá) la historia ya ha juzgado a Don Juan Carlos desde el mismo momento en que ha sido él quien ha decidido poner tierra de por medio e irse al exilio árabe. De alguna manera, con su destierro voluntario, el emérito ha asumido su culpa, ha aceptado su falta y se ha confesado autor de los hechos. En el pecado va la penitencia, como solían decir los antiguos. Quien no tiene nada que temer no huye, ni de la Justicia ni de sí mismo. Desde ese punto de vista, cuando el primero de los Borbones se largó apresuradamente del país firmó una condena personal que fue ratificada más tarde al regularizar hasta en dos ocasiones sus ingresos no declarados al fisco. Nunca hubo un sumario judicial más elemental o fácil de investigar ni un contribuyente defraudador más proclive a admitir su engaño a Hacienda, que en realidad fue una inmensa estafa al pueblo español.

Casi dos años después de su expatriación en tierras desérticas, Juan Carlos quiere volver a España y a Felipe VI le tiemblan las canillas. El rey emérito debe creer que las cosas ya se han enfriado lo suficiente, que los fiscales y jueces le han perdonado y que el país se ha olvidado de él. Pero nada más lejos. Un rey nunca deja de serlo y los súbditos piden cuentas para lo bueno y para lo malo. El artífice de la democracia del 78 se ha convertido en una seria amenaza, no solo para el reinado tranquilo de su hijo, sino para la propia supervivencia de la monarquía. Si lo que planea es hacer un viaje rápido de turismo para congraciarse con el sucesor (las relaciones entre ambos siguen siendo deplorables), para hacer las paces con Sofía y visitar a los nietos, en principio no debe haber mayor problema. Pero si lo que pretende es encarnar el papel del rey que vuelve triunfante a su reino, en plan Fernando VII, estará arrojando la última palada de tierra sobre la ya maltrecha Casa Real. Durante todo este tiempo de escándalos, Felipe VI se ha esforzado por limpiar la imagen de la institución. Para ello se ha desmarcado de la herencia maldita del progenitor –renunciando ante notario a cualquier derecho sobre el dinero negro llovido del cielo–, ha adoptado medidas en aras a una mayor transparencia (por primera vez un rey ha declarado oficialmente su patrimonio) y ha trazado un cordón sanitario entre el núcleo duro de la Familia Real (Letizia y sus hijas Leonor y Sofía) y los demás miembros de la realeza, algunos de ellos afectados por cotilleos poco edificantes ya publicados en la prensa del colorín.

Todo ese trabajo para mejorar la salubridad de palacio puede verse arruinado ahora si el tótem juancarlista decide retornar para instalarse definitivamente en nuestro país. Desde cualquier punto de vista, una mudanza permanente y definitiva del emérito no es una buena idea. Si el exiliado pone un pie en Zarzuela, esa foto será letal para la monarquía. Por otra parte, buscarle alojamiento en un edificio de Patrimonio Nacional, a cuenta del bolsillo de los españoles, consumaría otro gran disparate. Pero es que si se le ocurre aceptar la invitación de algún amigo o grande de España para compartir piso, chalé o palacete privado, esa opción tampoco será bien vista por no pocos españoles que se sienten traicionados con la conducta desleal del monarca. Las manifestaciones republicanas a las puertas de la nueva residencia regia serían prácticamente diarias; el clima político (ya de por sí caldeado) se vería todavía más enrarecido; y las dos Españas encontrarían un jugoso motivo para volver a las andadas. La ultraderecha está deseando que Juan Carlos se instale de nuevo en el país para hacer campaña electoral y guerracivilismo con el tema. La extrema izquierda antisistema no dejará pasar la oportunidad para entrar en esa guerra cainita. Se mire por donde se mire, cualquier alternativa se convierte en un problema.

El emérito está muy bien aparcado donde está, en aquella cárcel de dunas que es Abu Dabi. Que venga a las regatas gallegas si es su deseo, que se tome un vino y unas nécoras en el caso de que la salud se lo permita. Ese derecho no se le puede negar ni a un reo con el tercer grado, mucho menos a alguien sin antecedentes penales. Pero con las mismas que se vuelva a su jaula de oro en el desierto a 11.000 euros la noche. Mucho nos tememos que Felipe VI está rezando para que esto sea un hola y adiós y que papá se marche cuanto antes. Por el bien de todos.

Viñeta: Pedro Parrilla

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