Cada vez que los Rolling Stones pasan por Madrid envueltos en su halo de inmortalidad dejan tras de sí un renovado aire de libertad, de libertad de la buena, de libertad en el sentido humanista que le dio Bertrand Russell, no esa patochada neoliberal que va vendiendo Ayuso por ahí. El éxito de Mick Jagger, Keith Richards y el resto de la banda es que han sabido adaptar su contracultura sesentera a los nuevos tiempos sin quedarse carcas. Son unos señores octogenarios, es cierto, pero solo por fuera. Dentro de sus cuerpos serranos llevan más marcha y más música que muchos jovenzuelos de ahora con el músculo enriquecido y el alma vacía.
El rock hizo libres a sus Satánticas Majestades y les proporcionó el elixir de la juventud. Son eternos porque ya son clásicos, como Beethoven o Mozart, y porque los viejos rockeros nunca mueren. Cuentan las malas lenguas que se chutan transfusiones cada dos por tres para rejuvenecerse, pero uno nunca ha creído en esas leyendas urbanas. También dicen que Putin se baña en sangre de ciervo para tratarse el cáncer y mejorar su virilidad y cada día parece un poco más momia. ¿Se han fijado ustedes en la cara de fiambre embalsamado que se le está poniendo al sátrapa de Moscú? Y eso que lleva bótox hasta en los sobacos. No, nada de eso. Lo que realmente convierte a los Rolling Stones en inmortales, en Faustos veinteañeros, no es que se hayan transformado en vampiros, ni que hayan vendido su alma a Satán (aquello de la “simpatía por el Diablo” era solo una canción, una broma para provocar urticaria a los poderes reaccionarios del Imperio Británico). El verdadero milagro de una banda que se formó allá por 1962 consiste en que llevan la música en la sangre, un torrente de vida melódica intravenosa. El rock es la viagra que los mantiene frescos, como decía Angus Young. Nunca han renunciado a sus raíces, a la música de negros, al blues y al rock, pero siempre se han renovado con nuevos ritmos, la psicodélica, el country, el punk, la música disco, el soul, el reggae o incluso la música electrónica.
Ahora que Occidente naufraga en la decadencia, en el agotamiento de las ideas y en el posmodernismo cultural vacío y sin mensaje ni discurso, lo clásico empieza a ser tendencia otra vez. La sociedad se ha embrutecido tanto con la robotización, con el nuevo fascismo recauchutado, con el odio en las redes sociales y con el negacionismo del todo vale que lo clásico, la cultura con mayúsculas, se sale de la norma y sorprende. Frente al papanatismo y la frivolidad de los nuevos tiempos que corren, el moderno vuelve a ser el educado que da los buenos días en el ascensor y respeta las opiniones de los demás, el que lleva la misma chupa de cuero de toda la vida y escucha el vinilo rayado de (I Can’t Get No) Satisfaction en un viejo tocadiscos.
Hoy el rock está asumido, mercantilizado e institucionalizado, pero en su día empezó siendo una rebeldía, la anarquía hecha música, el único atisbo de esperanza para toda una generación reprimida, la libertad juvenil contra la censura, contra el mercado capitalista, contra la ley injusta, contra la guerra de Vietnam y otras que llegaron después, contra el patriarcado machista, contra la discriminación racial, contra el patrioterismo barato y la Iglesia que trató de destruir la revolución. El rock fue una enmienda general contra el sistema mucho más potente que el marxismo. Sonidos de delincuentes e inadaptados. Y todo ello bien regado con un montón de drogas que terminó por indignar a Sinatra, que llegó a decir: “Yo a esa mierda de música llamada rock and roll no le doy ni cinco años de vida”.
En aquellos barros y barrios marginales nació un estilo que hoy suena en los suntuosos palacios, en las cenas de las grandes élites financieras y en las bodas de la aristocracia. Los poderosos que antaño repudiaban a las estrellas del rock por diabólicas, lascivas y degeneradas, hoy se acercan a ellas para mendigar un autógrafo y de paso arañar, muy populistamente, un puñado de votos. Es el caso del alcalde de Madrid, Martínez-Almeida. Ayer, mientras Morritos Jagger, ya rehabilitado de tantos excesos y glorias musicales, se daba una vuelta por los madriles como un anónimo peatonal más y subía unas fotos a Twitter bajo El ángel caído del Retiro, a la salida de un tablao flamenco y junto al Guernica, gran símbolo de la lucha antifascista, el edil quiso rentabilizar electoralmente el paso por Villa y Corte de los míticos cantos rodados.
El singular alcalde popular, un ratoncillo oportunista donde los haya, etiquetó un tuit para Mick en un inglés macarrónico que recordó al espanglish con el que Ana Botella presentó la candidatura de Madrid a los Juegos Olímpicos, aquel sonrojante «relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor» que terminó por enterrar toda posibilidad de que la capital de España organizara algún día unas olimpíadas. “Welcome to the absolute best city on earth! Madrilians are looking forward to the concert, hope you guys are as excited for Madrid!”, escribió Almeida, no sin cierto baboseo, con la esperanza de que las leyendas del rock le hicieran un poco de casito y le contestaran, aunque fuese para mal. Lo de best city on earth (la mejor ciudad del mundo) quedó algo paleto, provinciano, chovinista, y lógicamente no hubo respuesta de la banda más importante de la historia de la música, no sabemos si porque Almeida no les cae bien, porque el alcalde suelta un tufo a facha que tira para atrás o por ambas cosas a la vez. De cualquier forma, cri cri, los Rolling pasaron mucho del burócrata municipal. Eso sí, acto seguido el episodio desencadenó una cascada de burlas y rechiflas de los tuiteros, que pusieron de vuelta y media al político popular por su sonrojante ridículo internacional.
Mick, Richards y los suyos son tan grandes que no reparan en un mandatario tan pequeño en talla moral. ¿Un ultraconservador de misa de doce haciéndole la pelota impúdicamente a sus satánicas majestades, a los grandes iconos de la contracultura del siglo XX que pusieron patas arriba el orden establecido? Da vergüenza ajena solo pensarlo. Si Almeida hubiese sido alcalde de Londres en los sesenta habría apuntado los tanques de agua de la Policía contra los piojosos y rebeldes punkis que pretendían acabar con el sistema. Hoy adula y hace la rosca cómplicemente a los ideólogos de aquella revolución con la que él jamás tuvo nada que ver porque seguramente andaría en algún campamento de verano para cultivar el espíritu nacional. Almeida que se dedique a explicar a los madrileños lo de las mascarillas y los comisionistas y deje de molestar a los Rolling, no vaya a ser que en una de estas se harten de aguantar al político pelma de turno y dejen de venir por España ya para siempre.
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