El Gobierno sube los salarios y ofrece a los jóvenes un bono cultural de cuatrocientos euros; Pablo Casado se opone. El Gobierno trata de regular los abusos en los alquileres; Casado rechaza la medida y la lleva al Tribunal Constitucional. El Gobierno impulsa una ley de muerte digna para toda aquella persona que quiera poner fin a su vida y a un dolor extremo; Casado dice que no hay lugar y que toca sufrir sin sentido y hasta el final. Todas estas son medidas que llevan bienestar y progreso a una sociedad, pero no gustan al líder del PP. Ya no cabe ninguna duda: lo que quiere este hombre es que los españoles vivan mal.
Tenemos a un líder de una derecha enferma de rencores, vieja de nostalgias y soñadora de viejas glorias. Cualquier intento por modernizar el país a Casado le parece un sacrilegio; cualquier reforma le duele profundamente en el alma y es motivo de guerra civil. Hoy se opone a algo y mañana lo exige a gritos. Hoy vota no al estado de alarma por pandemia y mañana lo reclama con fervor. Si Sánchez adopta medidas urgentes para garantizar el derecho de los españoles a una vivienda digna, tal como ordena la Constitución y en la línea de lo que hace la Europa rica y civilizada, a él le parece mal. Controlar el tarifazo de la luz es ir contra el libre mercado; subir cuatro perras el salario de los trabajadores una barbaridad que reventará la economía; que los ricos paguen más impuestos una medida comunista.
El presidente popular es capaz de decir sí y no en la misma frase, a ese nivel de incoherencia y esquizofrenia política ha llegado en los últimos años. En el PP casadista se han hartado de odiar a las feministas y a los melenudos de Greenpeace y ahora va y sale Cuca Gamarra con una frase mítica como para descojonciarse vivo: “El feminismo y el ecologismo forman parte de la esencia del Partido Popular”. En cuanto a la mesa de diálogo con Cataluña, el Estado autonómico y la descentralización del país, qué podemos decir más que han hecho suya aquella frase decimonónica de Baldomero Espartero: “Para que España vaya bien hay que bombardear Barcelona cada cincuenta años”.
Con esta derechona fanatizada, empecinada y enrocada en el sectarismo más ciego y estéril es imposible construir un país. Cuando a los columnistas de la izquierda nos toca escribir de Casado (porque no tenemos un tema mejor ese día) ya sabemos que no servirá de nada, puesto que nos enfrentamos a un hombre ebrio de ambición con un cascote de piroclasto por cabeza. De este sujeto no se puede esperar ni una sola muestra de grandeza. Se irá de la política o lo echarán del partido, qué más da, y no se habrá dignado a sentarse a negociar los altos cargos de la Justicia. Todo en él es medianía, vulgaridad, rencor y cainismo. Lo vimos en los peores momentos de la pandemia, cuando se dedicó al filibusterismo más descarado y a conspirar para derrocar al Gobierno antes que a frenar el virus. Todavía hoy, cuando casi toda España está por fin vacunada y alcanza el nivel de “riesgo bajo” de contagio, no ha sido capaz de reconocer que algo se ha hecho bien aquí, tal como admite la comunidad internacional, desde Bruselas a la OMS.
Nos gustaría decir lo contrario, pero Casado hace bueno aquello que dijo Jardiel Poncela: “El que no se atreve a ser inteligente, se hace político”. En el campus de Harvard Aravaca debieron meterle en la mollera la falsa idea de que ser liberal es aniquilar al adversario político a toda costa, así reviente el país, y ahí se ha quedado el pobre. Es lo que tiene cursar un máster de baratillo. Jamás entendió a Adam Smith ni su principio elemental, esto es, que ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si en ella la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados. Casado se quedó solo con lo malo del liberalismo y ha terminado practicando una suerte de cuento de hadas para niños que habla de generar riqueza beneficiando a los ricos y a los fondos buitre para que luego los pobres se repartan, alegremente y agradecidos al patrón, la calderilla, las migajas y los despojos. Ni un crío de dos años puede pensar de una manera tan esquemática y trivial.
Cualquiera que haya leído a los antiguos griegos, mayormente a Sófocles, sabe que siempre, cíclicamente, se repite la misma historia: cada individuo no piensa más que en sí mismo y si el Estado no interviene para corregir a los mercados, si la ley no pone coto a la avaricia particular, la sociedad se degrada por un atracón individualista de codicia y llega el conflicto, la guerra y la ley de la jungla. De ahí que el ideal utópico a alcanzar sea una democracia plena, real, un sistema de libertad e igualdad de todas las personas en un Estado justo instituido por medio de un contrato social firmado entre los de arriba y los de abajo. Pero para saber eso hay que haber leído antes a Rousseau y Casado también se saltó esa lección. El muchacho se ha quedado con que la democracia es puro espectáculo, retórica, propaganda y gañido mitinero. Y así de ridículo está quedando.
Entonces, si no cree en los valores del humanismo, en la justicia social, en el Estado de bienestar, en el reparto equitativo de la riqueza que a él le parece comunismo perverso, ¿en qué cree Pablo Casado? En nada. En él mismo. En su ambición desmedida, en la ética indolora que decía Lipovetsky, en la búsqueda del éxito del yo, en el poder del dinero sin límites, en el narcisismo trumpista, en el hiperindividualismo, en el aplastamiento del que piensa diferente y amenaza sus privilegios de clase, en la pérdida de la conciencia histórica (por eso está obsesionado con que no se hable de los crímenes del franquismo). No le demos más vueltas: Casado solo piensa en Casado. Y en destruir España para acabar con Sánchez. Aunque los españoles vivan mal.
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