(Publicado en Diario16 el 4 de noviembre de 2021)
Hace tiempo que venimos avisando de que el Gobierno sopesa dar el cambiazo a los trabajadores con la reforma laboral. Lo advertimos una y otra vez, por activa y por pasiva, por lo civil y por lo criminal, pero no nos hacen caso. No será que no lo hemos repetido hasta la saciedad: cuidado con Sánchez que trama algo; cuidado con este hombre que se las sabe todas y cuando menos lo esperemos se saca una carta marcada debajo de la manga, como buen tahúr que es, y nos la da con queso. Pero nada, lejos de escucharnos, nos tachan de agoreros, nos acusan de querer reventar la negociación y nos ponen en la lista negra de enemigos de la izquierda. Hasta nos han colgado el cartel de peligrosos voxistas, cuando es precisamente todo lo contrario: aquí lo que estamos haciendo es la crítica necesaria desde la izquierda, desde dentro, objetivamente y con el bisturí en la mano, no como otros medios de comunicación supuestamente progres que han caído ya en el pancismo hasta convertirse en paniaguados y estómagos agradecidos de Sánchez.
¿Y en qué consiste ese supuesto tongo, timo de la estampita o bluf que mucho nos tememos se está cocinando con la reforma laboral? Obviamente en haber hecho promesas a la clase obrera que, a la hora de la verdad, llegado el momento de echarle coraje marxista al asunto, no se van a cumplir. Algunos medios de comunicación afines a Moncloa definen el fenómeno, muy eufemísticamente, como “viraje” de las posiciones iniciales del Gobierno de coalición. Nosotros preferimos llamar a las cosas por su nombre: esto es un cambiazo en toda regla.
Pero vayamos a lo concreto, al grano y al análisis puro y duro de la situación. El despido no se toca, primera bajada de pantalones. Y luego está la temporalidad. El Ejecutivo prometió acabar con los abusos fijando un límite máximo del 15 por ciento de contratos temporales por empresa y año. De esa manera se trataba de acabar con el cachondeo de los contratos de risa inventados por Rajoy, que en algunos casos no llegan ni al cuarto de hora de duración porque a uno lo despiden antes de que le dé tiempo a ponerse el mono de faena. Pues bien, tras la reunión de ayer, ya sabemos que ese avance importante puede desaparecer de un plumazo del borrador de la nueva ley. Es decir, que nos vuelven a dar el cambiazo mientras los sindicatos empiezan a estar con la mosca tras la oreja y algunos líderes, los más agitadores y revolucionarios, ya empiezan a pedir que se desempolven las pancartas, las gorras rojas y los silbatos porque esto puede ser causa y motivo de huelga general.
El cambiazo es una práctica muy extendida en la política nacional e íntimamente entroncada con la picaresca española. En este país, desde la Transición y mucho antes, siempre nos han estado aplicando el cambiazo a los españoles. Nos dieron el cambiazo cuando se murió Franco y nos colocaron al rey; nos pegaron el cambiazo cuando nos prometieron democracia, prosperidad e igualdad para todos haciéndonos tragar con unos Pactos de la Moncloa que pagaron los de siempre; y cuando los socialistas llegaron al poder en el 82 ya todo fue un enorme, gigantesco y descarado cambiazo, mayormente aquello de “OTAN de entrada salida” que acabó con el país metido hasta las cachas en la alianza militar. Felipe González prometía cambio y acabó dándonos el cambiazo –eso está estudiado en todas las facultades de historia y no vamos a abundar más por no aburrir–, mientras que Aznar elevó esta práctica a la categoría de arte cuando vendió España a los constructores del clan Gürtel y nos metió de lleno en la guerra de Irak sin comerlo ni beberlo. Aquello sí que fue un cambiazo bestial.
Ahora que ha fallecido Georgie Dann, rey Midas de la pachanga, sabemos que desde aquella España fundacional del 78, de una forma o de otra, aquí siempre ha triunfado el cambiazo. La cosa tiene su sistema, su funcionamiento, su truco. En verano nos prometen salarios altos, mejoras laborales, el sueño feliz de una Europa próspera y avanzada, todo ello acompañado de la debida anestesia –o sea las melodías machaconas, pegadizas y zumbonas de un señor con mallas y volantes de colores–, pero cuando llega el otoño caliente y la negociación con los agentes sociales si te he visto no me acuerdo.
Durante años estuvieron engañando al proleta con El bimbó, lacónico himno de un pueblo amargado que se iba de vacaciones para bailar, darle al tintorro y olvidar, olvidar el ruido de sables, olvidar el paro, olvidar la inflación, los atentados de ETA y el cambiazo cruento, constante y permanente de sus políticos. Al español reprimido de la Transición, antes de darle el cambiazo, lo narcotizaban con los estribillos picantones de Dann, las atrevidas coreografías de su cuerpo de baile y los alegres posados playeros rodeado de chicas en plan James Bond caribeño. Todo sigue igual que entonces, salvo que las tonadillas facilonas del bueno de Georgie han sido sustituidas por el letárgico reguetón del papichulo en una simbiosis perfecta entre política basura y música de baja estofa.
Nadia Calviño espera un acuerdo satisfactorio con la patronal, los sindicatos ya no se fían, en Unidas Podemos hay runrún. El Gobierno prepara un segundo plato deprisa y corriendo, o sea un nuevo documento para la próxima reunión con los sindicatos, que se prevé “un tanto tensa”. Al pueblo se le prometió derogar la reforma Rajoy y ahora Yolanda Díaz reconoce que ese término no deja de ser un “fetiche” de campaña electoral. Acabáramos. Esto huele a cambiazo. Así ha sido desde los tiempos de los Reyes Católicos. Y así será.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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