(Publicado en Diario16 el 22 de octubre de 2021)
En los últimos días estamos asistiendo al descubrimiento de la sexualidad disfuncional (por no decir aberrante) de dos de nuestros últimos jefes de Estado: Franco y el rey emérito. Por lo que respecta al Caudillo, el presentador Risto Mejide le está dedicando a la bragueta trastornada del dictador un serial que ni los interminables documentales sobre apareamientos de animales salvajes de La 2. En realidad, estamos ante un trabajo de investigación riguroso y necesario que no se había acometido en este país en más de cuarenta años de democracia y cuyo interés histórico resulta más que evidente.
Un dictador siempre es un perturbado, un hombre que odia y desprecia a los otros, a sus semejantes, al género humano en su totalidad, y cada vez son más los expertos que se sumergen en la infancia, la biografía y la personalidad oculta de esos grandes locos genocidas que marcaron la historia del siglo XX. Gracias a ese nuevo enfoque freudiano de la historia hemos sabido que Hitler fue, al igual que Franco, un niño maltratado, un paranoico, un tipo con complejos de inferioridad aquejado de delirios de grandeza y un miedo insuperable a las mujeres. Es decir, un tronado en toda regla que mató a millones de personas por sus fobias y porque lo rechazaron en la Academia de Bellas Artes de Viena por pintor mediocre.
Al igual que Hitler, Franco nunca pudo superar las palizas de su padre, que lo llamaba Paquita en medio de sus borracheras descomunales. Ahora las pesquisas del equipo de Mejide (basadas en horas de grabaciones que el psicoanalista Francisco Martínez recopiló entre amigos y allegados del dictador) están confirmando algunas cosas que ya se sabían y otros datos novedosos que ayudan a recomponer el puzle del tirano del Ferrol. Basándonos en los testimonios recogidos hemos podido confirmar que el sátrapa que hizo del machismo una forma de Estado poseía un fuerte componente homo no resuelto, no solo por aquella voz aflautada que aterrorizó a los españoles en el cuarentañismo (que eso ya se intuía) sino porque no dormía con el resto de la tropa, sino aparte, en una tienda de campaña junto a un cabo alemán rubio y de ojos azules. A todo ello se suma que solo tenía un testículo (no sabemos si de nacimiento o por una bala que le rebotó en el bajo vientre en la guerra de África), que era estéril y que le costaba cumplir con su señora, datos todos ellos que nos sirven también para concluir que aquel hombrecillo menguado que firmaba sentencias de muerte como quien come pipas sufría un serio trastorno emocional y no era tan macho ibérico como lo pintaban sus hagiógrafos. A buen seguro, en aquella contradicción sexual radicaba su vena homófoba que lo inducía a perseguir al rojo maricón.
Ha tenido que llegar un psicoanalista para contarnos que Franco era corto de entendederas (un tipo pícaro e intuitivo para las maniobras militares, de acuerdo, pero no inteligente) y que a menudo solía responder con un dubitativo “hum…” cuando le hablaban de algún asunto complejo porque no entendía nada el hombre. Toda esa psique traumatizada configuró una personalidad oscura, enfermiza, turbia, y en el programa de Mejide se llega a insinuar que pudo dar el visto bueno al asesinato de su hermano Ramón, al que envidiaba no solo porque era un brillante piloto admirado como héroe nacional sino porque flirteaba con su esposa. Para rematar el sindiós de esta familia desestructurada, de las cintas del psicoanalista Martínez se deduce que la Hijísima, Carmencita, no fue producto del matrimonio, sino de una prostituta a la que llamaban La Gaviota. Ni el más delirante culebrón turco podría haber parido semejante guionazo televisivo que los nietos del dictador han tratado de prohibir mediante una carta amenazante contra la productora de Mejide. Por lo visto, esta gente aún no se ha enterado de que vivimos en un país libre donde hay libertad de prensa y que la censura ya no rige. Poco a poco se irá enterando la estirpe franquista de lo que es la democracia.
Pero la incompleta sexualidad del Generalísimo no es la única que está quedando en entredicho en las últimas horas. Ayer el excomisario Villarejo volvió a dar uno de sus habituales cantes jondos que sacuden los cimientos del Estado al asegurar que el rey emérito, Juan Carlos I, tuvo que ser sometido a un tratamiento de “hormonas femeninas” para rebajarle la libido desbocada, que se había convertido en un problema grave para la seguridad nacional. Si esa terapia se la administró un médico, como sería preceptivo en un caso clínico de adicción al sexo, o los rudos agentes del CNI echándole unas gotitas en el café para que tuviera el pajarito a buen recaudo en la jaula –lo cual conferiría al asunto un carácter mucho más berlanguiano y esperpéntico–, es algo que está todavía por aclarar.
En cualquier caso, nos encontramos ante otro asunto delicado, ya que no se trata de enjuiciar los devaneos amorosos del anterior jefe de Estado, que aquí no somos yanquis luteranos de moral pacata y tenemos asumido que cualquier político es libre de acostarse con quien quiera, sino de saber cuánto le costaba al sufrido españolito de a pie cada polvete furtivo del rey emérito. Es de dominio público, porque así se ha escrito en la prensa nacional, que el monarca disparaba contra todo lo que se movía, como en un safari permanente, y que en 1996 el CESID (hoy CNI) pagó con dinero público a Bárbara Rey para que no desvelara detalles de su relación con el emérito. Incluso llegaron a abrirle una offshore a la vedete, en Luxemburgo, con un primer pago a cuenta de 26 millones de pesetas como parte de los 500 kilos que se le prometieron para comprar su silencio, según cuenta el periódico de Inda.
Ahora que Pedro Sánchez quiere abolir la prostitución, la de lujo y la marginal, sería un buen momento para ponerle luz y taquígrafos a la sección de putiferios varios de los fondos reservados, porque aquí hay mucho listillo que con la excusa de la seguridad nacional se va de güisquerías y antros nocturnos sin pasar la pertinente nota al fisco. Por cierto, dicen que cuando Aznar se encontró con el pastel de Bárbara Rey se llevó las manos a la cabeza. Franco un reprimido violento y el que le sucedió un promiscuo que no podía parar. Lo que aguanta este bendito país no tiene nombre.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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