(Publicado en Diario16 el 3 de noviembre de 2021)
Biden se queda dormido como un bebé en medio de las conferencias; los arrogantes Putin y Xi Jinping dan la espantada; y hasta la niña Greta parece haber perdido aquella arrolladora fuerza icónica de sus inicios para quedar como una mera comparsa entre las manifestaciones de airados antisistema, tribus indígenas extintas y ciudadanos asustados a los que nadie hace caso. Tal como se preveía, la cumbre de Glasgow COP26 está resultando un trámite burocrático más en el lento y tortuoso camino de la civilización humana hacia su propia destrucción.
Este año, además, a la impotencia y la desidia de los gobiernos a la hora de adoptar medidas drásticas para acabar con la amenaza del cambio climático se unen episodios surrealistas que demuestran la hipocresía con la que el bobo sapiens está abordando la mayor catástrofe natural desde aquel meteorito que acabó con los dinosaurios y con la vida hace 66 millones de años. Hablamos, claro de está, de esos cuatrocientos aviones contaminantes que los líderes mundiales han necesitado fletar para acudir al evento. No deja de ser una paradoja cósmica que la gente que supuestamente tiene que frenar el calentamiento global recurra al medio de transporte más letal para la maltrecha atmósfera planetaria. Solo pensar en esas grandes aeronaves bañándonos desde el cielo con espléndidos chorros de dióxido de carbono se ponen los pelos como escarpias. ¿Es que los grandes prebostes del mundo mundial no encontraron otra manera más limpia y ecológica de viajar a Glasgow? Es como si en medio de un incendio los bomberos acudieran al siniestro provistos de antorchas en lugar de mangueras.
Obviamente no vamos a ser nosotros los que caigamos en la demagogia barata del verde radical que lo critica todo por sistema, más bien por antisistema. Ni tampoco vamos a exigir que a la próxima cumbre los gobernantes acudan en bicicleta o queden previamente en alguna parte, como estudiantes universitarios sin parné, para compartir un taxi eléctrico y pagar el viaje a medias. Somos conscientes de que eso, hoy por hoy, es una gran utopía. Pero al menos podrían cortarse un pelo, no sé, dar ejemplo, guardar las apariencias, disimular y demostrar cierta concienciación social. A ver si se enteran de una vez de que no van a una fiesta, coño, sino al triste entierro del planeta Tierra.
En 2020, en plena pandemia, se demostró que los vuelos de larga distancia representan la mitad de las emisiones de CO2 a pesar de que solo suponen el seis por ciento de los viajes aéreos. Hay que acabar con ese veneno diario que no solo mata especies animales y vegetales, sino que está llenando los hospitales de asmáticos, bronquíticos y enfermos pulmonares. Lamentablemente, los señores del poder global no lo harán, entre otras cosas porque en Estados Unidos manda Boeing y no el vejete de la Casa Blanca. Los congresistas americanos, los trumpistas y los demócratas, llevan todos acciones en las principales multinacionales, las más contaminantes del planeta, y por ahí no pasan. Así que toca seguir haciendo el paripé de las cumbres hasta que el mundo reviente.
La edad dorada del despilfarro ha pasado, con la lógica en la mano debería imponerse la sostenibilidad, la austeridad y la economía verde. Hasta Julio Iglesias ha puesto en venta su jet privado al módico precio de treinta millones de euros. No es que el cantante de Soy un truhán, soy un señor se haya vuelto ecologeta de la noche a la mañana, es que probablemente necesite el dinero porque corren malos tiempos para la lírica. Pero la noticia no deja de ser el símbolo perfecto de los tiempos convulsos que vivimos. El sistema capitalista colapsa por indigestión, la globalización se va al garete por falta de camioneros y de gas metano y los ricos tienen que apretarse el cinturón igual que los pobres. La vida es una simple cuestión de ceros. El proleta español, ese que estos días vive en un ay ante lo que le espera con la reforma laboral, apaga la calefacción para ahorrarse un mísero cero a final de mes mientras que el bueno de Julio tacha seis ceros de un plumazo en su casoplón de Miami. A tomar viento el jet privado. Así es la lucha de clases en pleno siglo XXI. Todo sigue igual que siempre, las élites exterminando a los pobres como chinches y el final de los tiempos acercándose inexorablemente. Sobra gente en el mundo y en lugar de gasear el sobrante humano con Zyklon B, como hacían los nazis, nos rocían desde lo alto con el queroseno del 747 para luego convencernos de que el apocalipsis es inminente por culpa del pedo de la vaca.
Mucho nos tememos que los líderes mundiales van a interpretar otra comedia de enredo, con mucho té y simpatía, en las neblinosas tardes de Glasgow. La política de hoy se basa en el embuste y la hipocresía. Guterres advierte de que estamos cavando nuestra propia tumba y el público se le ríe en sus barbas. Bolsonaro asegura que la selva está más frondosa y verde que nunca cuando no hay más que ver las fotos de los satélites para entender que el pulmón del planeta tiene más calvas que Jeff Bezos, el puto amo o máster del universo que se está cargando el medioambiente con sus juguetes y cacharros espaciales para millonarios ociosos. Y ya han visto ustedes cómo se las gasta Pablo Casado, nuestro liberal de cabecera, el pelma que lleva meses dándonos la turra con la independencia judicial y que a las primeras de cambio nos coloca al magistrado Arnaldo con su millón de euros en contratos con el PP. Puro cinismo de gobernante posmoderno.
Definitivamente, estamos en manos de psicópatas. Solo nos queda sentarnos y disfrutar del Armagedón. En poco tiempo los osos polares deambularán famélicos y perdidos por El Retiro. Cuenta la prensa internacional que Biden se ha presentado en la cumbre climática seguido de un séquito de 85 coches blindados de esos que no consumen menos que un mechero, precisamente. Habría que ver cuántos carruajes de la comitiva presidencial yanqui son eléctricos. No tires la toalla, Greta, niña querida. Y dales caña hasta que hablen suajili.
Viñeta: Pedro Parrilla
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