(Publicado en Diario16 el 11 de octubre de 2021)
Pablo Motos pasó por el nuevo programa de Nuria Roca, donde confesó el trance periodístico y personal que tuvo que sufrir en su entrevista con Santiago Abascal. “Era como si te estuviesen apuntando con una pistola en la cabeza y te fuesen a disparar en cualquier momento. En el previo se cortaba la tensión, parecía un duelo”, asegura el popular presentador del Hormiguero.
Sorprende que un periodista experimentado como él no supiera ver lo que se le venía encima tratando al tigre como a un inofensivo cachorrillo y riéndole las gracias. No hay más que ver las cosas que Abascal suelta en sus mítines, arengas que ponen los pelos de punta a cualquier demócrata. Ayer mismo, sin ir más lejos, arremetió contra las leyes de género, el adoctrinamiento en las aulas y la memoria histórica, es decir, contra todas las políticas de igualdad que dignifican a un país. Pero Pablo tenía que meterse en el hormiguero fascista para comprobar en sus propias carnes cómo muerden las voraces hormiguitas verdes, que no son precisamente Trancas y Barrancas.
La distendida charla de Motos con el nuevo líder del falangismo patrio fue muy criticada en su momento por lo que tenía de intento de blanqueamiento de un fenómeno, el nuevo nazismo posmoderno, que no debería de gozar ni de un solo minuto de televisión. El cordón sanitario tendría que funcionar no solo a nivel político, sino también mediático, como ocurre en otros países. El problema de Vox y de la nueva extrema derecha europea debe abordarse solo desde el punto de vista crítico y de denuncia social, desmontando sus bulos y mitos, sin entrar a simpatizar y a compadrear con ellos (mucho menos a integrarlos como parte del show televisivo).
Ya nos advirtió Marcuse de que el fascismo no se acaba con Hitler y Mussolini, tal como se está demostrando estos días en Italia, donde los escuadristas “camisas negras” vuelven a desfilar por las calles de Roma y a asaltar los sindicatos (ya sucedió en 1921). El mal persiste porque anida en el capitalismo mismo y muta con el paso del tiempo. De esta manera, mientras haya sociedad de masas, alienante tecnología y propaganda goebelsiana, habrá nazismo. Pero Pablo Motos, quizá porque no haya leído El hombre unidimensional –la gran obra marcusiana sobre el papel de los medios de comunicación al servicio del capitalismo neofascista, las nuevas formas de represión social y la aparición del ciudadano de “encefalograma plano” desclasado y sin capacidad crítica (carnaza fácil para tipos como Abascal, Orbán y otros)–, no supo ver el peligro de la bicha a la que se enfrentaba y hoy se lamenta de haber mantenido aquel cara a cara con el nuevo franquito español.
Motos, probablemente con buenas intenciones (cualquier periodista hubiese querido entrevistar al Duce en su día para colgarse la medalla), quiso demostrar que se puede conversar y charlar amistosamente con el monstruo y pasó lo que tenía que pasar: que el periodista fue devorado por la fiera y acabó sintiéndose como si le pusieran una Smith & Wesson en la sien o lo fueran a meter en Auschwitz en cualquier momento. Al minuto de emitirse el programa le llovieron las lógicas críticas y chuzos de punta de los demócratas, que lo acusaron de “amigo de los fascistas”. Pero eso no fue lo peor, ya que las invectivas más despiadadas le llegaron de las propias filas falangistas a las que él trataba, en vano, de incluir en el sistema. “Por la calle la gente me insultaba, no me había pasado nunca. Me decían que no tenía nivel para entrevistar a Abascal, que era una piltrafa humana”, confiesa Motos, que no dudó en relatar el desagradable incidente que vivió con su familia en un restaurante de Madrid, donde un facha se puso a gritarle como un energúmeno delante de su familia y a acusarlo de rojo bolivariano. Eso, eso ni más ni menos, es el totalitarismo nazi, Pablo, colega, tron. Parafraseando a Durruti: al fascismo no se le entrevista, se le destruye.
El problema es que Motos quiso vendernos la moto de que todos estos trumpistas de Vox son gente normal y corriente, personas como las demás, con sus cosas y sus guerras culturales y sus xenofobias y racismos varios, de acuerdo, pero demócratas de pedigrí al fin y al cabo. Y ese fue su grave error: querer normalizar lo que no es normal, pretender confraternizar con el bárbaro y su barbarie, negar que sean lobos con piel de cordero. Al bueno de Pablo no se le puede echar nada en cara, ya que ese equívoco es el que vienen cometiendo otros muchos desde que el fascismo emergió como ideología política en los albores del siglo XX. Las democracias se destruyen cuando abren sus puertas a los totalitarios para que participen de las reglas del juego de la libertad. Craso error. A un nazi no le interesa la democracia salvo para destruirla y avanzar hacia otro estadio evolutivo de la historia mucho más atávico y oscuro: un régimen caudillista fuerte y recio que aniquile al que piensa de forma diferente. A Casado (otro Pablo desnortado y seducido por el nuevo hitlerianismo europeo) le está ocurriendo exactamente lo mismo: de tanto ir de francachelas con los nuevos nazis ha perdido el alma y el rumbo y hasta se le está poniendo cara de ministro franquista. La solución contra el mal la vio el propio Marcuse cuando instó a todo el mundo a “despertar” contra la brutalidad y la explotación humanas. No nos queda otro camino.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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