(Publicado en Diario16 el 9 de diciembre de 2021)
Han encontrado restos de cocaína en los lavabos del Parlamento británico. Ahora se entiende todo. Ahora se comprende por qué algunos lores y comunes dicen las cosas que dicen y por qué ese país se ha dejado arrastrar por una deriva populista, euroescéptica, xenófoba. El Palacio de Westminster, modelo y paradigma del Estado liberal, santo y seña de la democracia y la libertad, ha degenerado en una rave salvaje de camellos, yonquis y papelinas donde los ilustres representantes del pueblo entran y salen de los flamantes excusados del edificio parlamentario entre expresiones como “qué buena mierda, bro”.
Asistimos a la decadencia final no solo del Imperio británico, God Save de Queen, sino de la democracia liberal del siglo XXI. No vamos a ser nosotros quienes caigamos en el error ni en el argumento maniqueo de decir que solo los diputados populistas se drogan. Eso se lo dejamos a Scotland Yard, que ya ha abierto una investigación al respecto. Es de suponer que el cáncer esté carcomiendo por igual a conservadores y laboristas, pero no deja de ser todo un símbolo de nuestro tiempo que el país donde nació la democracia parlamentaria haya sucumbido a la vez al fascismo posmoderno y a la dulce seducción de la dama de blanco.
Hace tiempo que los discursos que nos llegan de Londres no son ni medianamente normales. Tanta hormona patriótica, tanto odio al inmigrante y tanto orgullo de raza tenía que tener una explicación, una lógica, una causa directa. Ya la hemos encontrado. Si sus señorías van todo el día colocados, enfalopados, hasta las cejas, no debe extrañar que suelten la primera burrada que se les viene a la cabeza y pasen a otra cosa sin apenas inmutarse. Como andan revueltos y con el síndrome de abstinencia, como van ciegos tras haber cambiado la raya diplomática por la otra raya, no se puede esperar de ellos que hagan política con lucidez, con sensatez y sentido común. O como diría Mariano Rajoy: política para adultos.
No es la primera vez que queda al descubierto la siniestra relación entre poder y drogas. La casta superior de la nobleza inca empleaba la “hoja sagrada” para ponerse a tono en sus rituales religiosos y solo de cuando en cuando se la daban a probar a la plebe. Miles de años después, entre los jerarcas del Tercer Reich el que más y el que menos iba cocido y hasta arriba. Hay pruebas que avalan nuestra tesis, como El gran delirio, el magnífico ensayo del periodista alemán Norman Ohler, y el documental francés Los yonkis de Hitler, donde queda claro que la metanfetamina causó auténticos estragos entre la población germana anestesiada (después, durante la Segunda Guerra Mundial, la droga sirvió como revulsivo para infundir valor a los soldados del Ejército alemán que eran enviados al frente a morir por el Führer). Y más recientemente, en nuestros días, las conexiones entre el narco y los Estados sudamericanos van camino de convertir Latinoamérica en un inmenso cártel rebosante de zombis. Una vez más, poder y coca.
“Sigue la droga y encontrarás adictos y traficantes; sigue el dinero de las drogas y no tienes ni idea de hasta dónde te llevará el caso”, dice el gran detective Lester Freamon en la mítica serie The Wire, el mejor retrato cinematográfico sobre el fenómeno de la droga en las sociedades modernas. De alguna manera, las sustancias psicotrópicas siempre han marcado el curso de la historia y, en este tempestuoso siglo que nos ha tocado vivir, el fenómeno va camino de marcar definitivamente el devenir de la humanidad. El mal se propaga por todas partes, las drogas se consumen masivamente y ahí puede estar la clave del momento estupefaciente por el que atravesamos, la crisis de valores, el hundimiento de la razón, el resurgir del chamanismo y la paranoia y la decadencia de Occidente, que diría Spengler. Como la política es fiel reflejo de las sociedades, los efluvios de las drogas llegan a las cancillerías de las democracias europeas y el cacique se vuelve camello y viceversa.
Durante los años de los gobiernos corruptos en la Comunidad Valenciana, el PP ganaba elecciones una y otra vez pese a que sus dirigentes practicaban el saqueo y el expolio de los ciudadanos con descaro y a manos llenas. Era como si le hubiesen echado algo al agua que bebía el pueblo, como si los valencianos narcotizados votaran ya por hipnotismo, adicción y enganche. Sin duda, la ruta del bakalao de los ochenta fundió muchas neuronas y de aquellos polvos (nunca mejor dicho) estos lodos.
La noticia de que sus señorías del Parlamento inglés le pegan duro a los narcóticos no puede sino interpretarse como un síntoma más de la corrupción, la degeneración y la depravación de las democracias liberales antes del advenimiento del nuevo fascismo tecnológico. El caso de la coca de Westminster viene a sumarse al escándalo de las fiestas locas en Downing Street, residencia oficial del Gobierno británico que Boris Johnson convirtió en club nocturno o after hour en plena pandemia, es decir, cuando los ingleses vivían la agonía de las restricciones y el drama del confinamiento. La oposición ya ha pedido la dimisión del premier, que lo niega todo. Hace falta ir fumado o esnifado para que te pillen en algo tan gordo y declararte inocente. Un efecto más del alucinógeno y de los estados alterados de conciencia, que diría Aldous Huxley.
“Me había convertido en un esclavo preso en las redes del opio”, confesó Poe. Johnson se ha convertido en esclavo del populismo lisérgico cuya resaca inunda media Europa. El mundo de hoy está atravesado por las drogas. La política, como espejo último de una sociedad enferma, es un gran porro, un chute retórico y del otro. No sabemos si en la España deprimida y pobre de la pospandemia nuestros padres de la patria andan con el mono, aunque por las cosas etílicas que se escuchan últimamente en el Congreso de los Diputados todo apunta a que allí ha entrado otro caballo blanco y no es el de Pavía. Habrá que hacer test de drogas y alcoholemia en San Jerónimo, garito de borracheras ideológicas y cubatas a un euro. Por si las moscas.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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