(Publicado en Diario16 el 17 de diciembre de 2021)
Juan Carlos I hace las maletas para regresar a España cuanto antes, probablemente el 5 de enero, según cuenta la prensa de Villa y Corte. En las Navidades de antes los reyes venían de Oriente cargados con regalos para los niños, pero hoy vivimos tiempos líquidos –la posverdad, el posmodernismo y otras tragedias de la humanidad–, y los monarcas, aunque siguen llegando de Arabia, ya no reparten con nadie sus esplendorosas alforjas. Cómo ha cambiado el cuento.
Las causas judiciales se han cerrado y de los 100 millones de dólares que pululaban por ahí, de paraíso en paraíso, nunca más se supo. Santa Rita Rita, lo que se da no se quita, ese es el único principio general del Derecho que rige con los poderosos, aquí en España y en la Suiza neutral. El caso emérito se ha cerrado y ya solo falta que el patriarca de la Transición recoja su cepillo de dientes de la suite de Abu Dabi, envuelva los souvenirs y regalos de los jeques y suba al jet privado, que lo traerá de vuelta en media hora como quien coge un taxi en la M30. En Madrid le espera una nueva vida y, aunque de momento no tiene alojamiento, el Gobierno le está buscando casa en alguna choza de Patrimonio Nacional. Cualquier palacete puede servir, menos una triste y apartada finca en Albacete. Por lo visto el emérito no quiere ni oír hablar de las extensas llanuras de la Mancha, “solitario país donde el sol está en su reino y el hombre parece obra exclusiva del polvo”, como dijo el maestro Galdós. Lo que le faltaba al viejo monarca es que lo aparcaran allí de mala manera, en las montuosidades de Tomelloso. Aquel horizonte infinito que duele a los ojos, aquella tierra sin camino ni direcciones, es una Arabia dentro de España, como diría Ayuso, de modo que el monarca le ha tomado manía al paraje manchego. Mucho mejor las alegres Rías Baixas rebosantes de percebes, gaitas, acordeones y romerías.
El emérito cree que enviarlo a la Mancha sería tanto como cambiar un desierto por otro, un destierro por otro, y el hombre ya está harto de exilios. Por eso se resiste a que lo entierren en vida como a un vulgar Trastámara para que duerma una eterna siesta de molinos de viento y gigantes inspectores de Hacienda. La Mancha es para idealistas, aventureros y quijotes y él ha terminado más bien como el mundano Sancho Panza, obsesionado con grandes tesoros e ínsulas de Barataria. En cualquier otro rincón del mundo menos en aquellas soledades de la España vaciada, donde ya no queda nadie salvo el ejército echado al monte del general Abascal, que subido a su caballo como un rey de bastos en plena Reconquista va dando batidas a la caza de menas y brujas feminazis.
España es rica en mansiones y haciendas y seguro que encuentran un casoplón a la medida del primero de los Borbones. Siempre está El Escorial, aunque desde Felipe II planea sobre aquel lugar un halo de mal fario. Demasiados espectros de la leyenda negra española, demasiado aroma a rancio nacionalcatolicismo. Tanta religión le amarga la vida a un muerto, así que descartado. También está el Real Sitio de La Granja, pero aquello es enorme, versallesco, poco apropiado para un solitario jubilado y sus dos lentas muletas. Demasiadas alcobas vacías, demasiado tiempo perdido hasta llegar a la nevera a por los cubitos de hielo. Y luego está El Pardo, pero eso sería tanto como mudarlo a la residencia del Conde Drácula, no se iba a entender bien y al minuto saldrían los de Esquerra tachándolo de franquista o los melenudos de Podemos montándole un escrache de esos que no hay quien duerma. Quita, quita. El Pardo es lo último que necesita él, y mira que le trae buenos recuerdos de cuando el abuelo Paco le dejaba jugar con su fajín rojo y correr alegremente con el patinete por los largos e interminables pasillos.
No va a ser fácil encontrarle casa al rey emérito. Hospedarlo en el Ritz como se hacía con aquella aristocracia decadente del XIX quedaría muy típico pero no sería procedente. Y en Zarzuela imposible, su hijo Felipe no lo quiere por allí por aquello de la mala fama. Esa operación supondría jugarse la Corona en un sorteo de Navidad y Leonor tiene que reinar como sea. Tenerlo en palacio no es buena idea, no vaya a ser que se ponga nostálgico, se venga arriba y le dé por echarle a los españoles el sermón televisado de Nochebuena. “En estas fechas tan entrañables, es para mí motivo de orgullo y satisfacción…” “La Justicia es igual para todos…”
Así que nos queda la propuesta de Rufián: que se vaya a vivir a un piso de sesenta metros cuadrados en un barrio obrero, Vallecas por ejemplo, eso sí, cobrando la pensión mínima. Pero tampoco. Allí no hay donde amarrar el Fortuna y el campo de golf queda donde Cristo perdió el mechero. ¿Qué se puede hacer entonces? Recurrir a las amistades o empresarios prestamistas, que siempre guardan un saco de dormir o un sofá para la ocasión. Quien tiene un amigo tiene un tesoro, aunque en este caso el tesoro con piernas es el propio emérito, que no sabe ni lo que tiene y va dando propinas de caerse de culo a los camareros. Puede pedirle a Bárbara Rey que le haga un hueco en Totana pero está chunga la cosa. Ahora que la vedete va a declarar en el Senado por lo de los fondos reservados no querrá ni verlo. Y con Corinna mejor no intentarlo. Ni ofreciéndole otros cien kilos a cambio de un cuartito pequeño y coqueto la convence. Casi mejor que vaya reservando otra vez la suite de Abu Dabi. Y mira que se lo han dicho veces: Majestad, no venga, que esto de buscar piso en Madrid está fatal.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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