(Publicado en Diario16 el 3 de diciembre de 2021)
Isabel Díaz Ayuso y Vox han llegado a un acuerdo para llevar a cabo auditorías en los centros de internamiento para jóvenes inmigrantes (a los que llaman despectiva y xenófobamente “menas”). De esta manera, según dicen los firmantes, se reducirán gastos innecesarios y acabarán con “los chiringuitos” socialcomunistas. Lo de esta gente de la extrema derecha es una chifladura sin fin: son capaces de registrar las austeras habitaciones y las modestas literas de los pobres muchachos extranjeros que no tienen nada en la vida mientras se oponen, una y otra vez, a fiscalizar con luz y taquígrafos las grandes fortunas que se llevan la riqueza de España a los paraísos fiscales.
Vox ya ve “menas” en todas partes. Si la delincuencia se dispara, culpa de los “menas”. Si la economía va mal (que no es el caso), el culpable es el “mena”. Y si la pandemia no termina de erradicarse, eso es que los “menas” van por ahí contagiando al personal. Los menores no acompañados se han convertido en los grandes demonios con rabo y cuernos de la extrema derecha, los nuevos judíos del totalitarismo demagógico y supremacista. En Madrid uno ya no puede subir a un autobús o a un metro sin escuchar una conversación sobre leyendas urbanas de “menas”, diabólicos monstruos mitológicos que se aparecen en las peores pesadillas del supremacista con chaleco y monóculo. A fuerza de repetir la mentira, la paranoia fascista ha convertido a estos muchachos, muchos de ellos menores de edad, en zombis peligrosos, bichos contagiosos, apestados.
En realidad, pocos han visto un “mena” de carne y hueso (tampoco un okupa, otro ser fantástico salido de la degenerada mente neofascista), lo cual no es de extrañar, ya que este grupo social minoritario apenas representa un cero, coma cero, cero, cero por ciento de la población. Es decir, un porcentaje insignificante. Esto quiere decir que sería más fácil encontrar un grano de arroz en una playa que un “mena” deambulando por nuestras ciudades. Pero el rechazo a estos chicos desgraciados que llegan a nuestro país con una mano delante y otra detrás y a los que se criminaliza como terroristas (un relato cien por cien racista) ha calado hondo y empieza a propagarse por las grandes ciudades, mayormente por los barrios ricos y residenciales, donde vive la gente aristócrata y pudiente que le tiene miedo a todo. Un millonario es, ante todo, un ser temeroso de que le arrebaten lo que tiene y si un partido como Vox le pone delante al enemigo corporeizado, materializado, ya puede dejar en segundo plano otros fantasmas más o menos etéreos, como el Gobierno bolivariano que amenaza con subir los impuestos a las grandes fortunas (un peligro irreal, ya que Sánchez no se atreve), el inminente hundimiento de la Bolsa, el terror al crack financiero que llega cíclicamente con su lluvia de magnates y potentados cayendo de los rascacielos, el canguelo ante el rebelde indepe, el pavor a los homosexuales y lesbianas que van contra la familia tradicional y la fobia al ateo que hace temblar los cimientos de la cristiandad, del país y del mundo civilizado tal como lo conocemos. Los elitistas votan Vox porque Abascal les dice a lo que hay que tener miedo, mayormente al “mena” narcosatánico portador de todos los males del mundo, y así ellos ya no tienen que pararse a pensar nada (pensar quita mucho tiempo a la piscina, al campo de golf, al shopping y al cóctel y por ahí no pasan las élites).
Ahora las clases medias y bajas también empiezan a mirar a la extrema derecha con curiosidad y fascinación, pero el fenómeno del paria de la famélica legión que cae en las redes del voxismo, en la idea de un mundo con menos “menas”, es muy diferente al del señorito que lleva el tradicionalismo reaccionario en su ADN y lo transmite de generación en generación. El proleta que baraja votar verde lo hace porque se siente abandonado por la izquierda; porque aunque en su día votó a Unidas Podemos aún sigue en el arroyo, como siempre; y por rabia, sobre todo por una profunda, enquistada y sincera rabia contra el sistema.
Ya tenemos, por tanto, dos perfiles de votante español de la nueva ultraderecha posmoderna: el noble de toda la vida que quiere seguir manteniendo sus privilegios ancestrales y el desarrapado/desesperado que ya no sabe a quién votar porque todos le salen rana y está dispuesto a darle su papeleta a un mono, si es preciso, con tal de hacerle daño al establishment.
Decía Miguel de Unamuno que el fascismo se cura leyendo y el racismo viajando, pero nos da que la sentencia del maestro, brillante sin duda en su época, ha perdido algo de vigencia. Hoy el que más y el que menos tiene algún libro en su casa y ha ido a París de luna de miel con la parienta, de modo que la masa vota fascismo simple y llanamente porque la única vacuna que existe contra el odio es la memoria histórica y esa ya la perdimos hace mucho tiempo. Los europeos vuelven a probar suerte con el nazismo porque Auschwitz queda muy lejos, no solo en el tiempo sino en el espacio, y porque además ya se han encargado los historiadores fascistas de borrar el pasado, reinterpretar los hechos y servir esa basura negacionista en las altas cunas y en los barrios bajos. Éric Zemmour, la nueva estrella de la ultraderecha francesa, no es más que una nueva vuelta de tuerca en el delirio neonazi que se propaga por el viejo continente. El personaje triunfa porque se atreve a soltar las salvajadas que nadie se atreve a decir (ni siquiera Marine Le Pen, que ya es decir). “La mayoría de los traficantes son negros y árabes”, afirma sin rubor. O sea, pura rabia contra el sistema, pura alergia a los derechos humanos, puro odio a la misma especie humana.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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