(Publicado en Diario16 el 16 de diciembre de 2021)
El mundo de las artes escénicas despide a Verónica Forqué, una de nuestras más grandes actrices. Su suicidio ha conmocionado al país, ya que pocos se imaginaban el calvario existencial por el que atravesaba la que en su momento fue musa de Almodóvar y Trueba. Su última aparición en el concurso televisivo Master Chef debió habernos alertado de que algo no iba bien, ya que ella misma decidió abandonar la competición gastronómica aduciendo que atravesaba por un mal momento anímico. En realidad, Verónica, la Forqué, nuestra Forqué, había tocado fondo, pero su grito silencioso en prime time ante millones de indolentes espectadores no fue escuchado ni entendido por nadie. El espectáculo era lo primero (show must go on) y ella trató de interpretar con profesionalidad su último papel, el de la diva que no se llevaba bien con los compañeros ni con los fogones.
Esta vez no le tocaba ser la muchachita dulce del cabello de fuego y los ojos pizpiretos de un azul intenso como el topacio, ni tampoco el personaje adorable y adorado por el público de Bajarse al moro o Kika. En esta ocasión le adjudicaron el injusto rol de la antipática y odiada vieja gloria, una especie de excéntrica Norma Desmond, aquella estrella de Hollywood en horas bajas encarnada por Gloria Swanson en El crespúsculo de los dioses, la maravillosa película de Wilder. Por unas semanas, a la Forqué la convirtieron en un bicho raro, una friqui del depravado circo televisivo, un muñeco de pim, pam, pum perfecto como diana de la ira y la mala educación del público hater de las redes sociales, esas manadas feroces que, tras el escudo del anonimato o un nombre falso, a menudo toman a una persona como objeto de linchamiento (sin demasiada lógica ni razón de ser) hasta triturarla y hacerla papilla.
La Forqué nunca debió aceptar ese triste e injusto papel que le ofrecían en la astracanada televisiva, no solo porque degradaba y desprestigiaba su brillantísima carrera profesional rebosante de Goyas, de buenas críticas y de cariño de su público, que la adoraba incondicionalmente después de tantas carcajadas y buenas películas. Pero se entiende que cuando el teléfono del agente artístico no suena, cuando no termina de llegar el gran guion siempre soñado y merecido, la tele puede ser un sucedáneo menor para seguir subsistiendo. “Es una realidad que cuando las actrices vamos cumpliendo años desaparecemos del cine”, aseguró amargamente en una de sus últimas entrevistas.
Lo que estábamos viendo en Master Chef parecía a todas luces una comedia culinaria, pero en realidad se estaba rodando una tragedia. Ni sus propios compañeros de plató, ni el personal de producción, ni siquiera los directivos de la cadena, sospecharon lo que probablemente ya rondaba por la cabeza de Verónica. Una vez más, como suele ocurrir tantas veces, alguien que padecía la terrible enfermedad de la depresión estaba lanzando un mensaje de SOS en ese maldito cuarto oscuro donde, por mucho que se grita, nadie acude al rescate.
Pero tener que participar en un producto mediático alimenticio indigno de la talla y el enorme talento de la actriz no era lo peor de todo. El verdadero terror llegaba después, en la soledad de la madrugada, cuando tras la emisión del capítulo semanal las alimañas de Twitter se lanzaban sobre ella para despedazarla con los peores comentarios, las críticas más destructivas y los insultos más horribles. Para una persona sensible aquejada de un grave trastorno, esos mensajes eran poco menos que puñales por la espalda, cuando no sentencias de muerte. Para alguien que venía del viejo mundo analógico, donde a las grandes estrellas se las respetaba y las críticas se dejaban para las revistas, los periódicos y los expertos autorizados (no para una patulea u horda sin oficio ni beneficio), tener que escuchar cosas como “esta tía es insoportable, fuera ya del programa”; “grosera, maleducada, tanto yoga no le sirve de nada”; o “esta señora tenía que estar en un frenopático”, debió causarle un daño irreparable hasta convertirse en una pesada losa imposible de levantar. Probablemente los que decían tales cosas no entendían que se trataba de un simple programa de televisión con personajes actuando o sí eran conscientes de ello y buscaban el daño gratuito o la ganancia fácil de unos cuantos me gustas y retuits. Hoy cualquier patán que no sabe hacer la o con un canuto se cree el rey del mambo solo porque le sigue una cohorte de gilipollas tuiteros.
La mayoría de las veces las grandes estrellas del cine viven sus rutilantes carreras rodeadas de gente, de focos, del halago de los fans. Sin embargo, cuando se apagan las luces y se baja el telón queda el silencio, la soledad más escalofriante y la oscuridad del camerino. Jamás sabremos hasta qué punto pudo influir el traumático último cameo de la Forqué en la pequeña pantalla en su decisión de quitarse la vida. Tampoco importa demasiado, porque nada la devolverá a este mundo. Los psicólogos expertos en depresión creen que nadie da ese paso dramático si antes no concurren una serie de factores biográficos acumulativos. Quizá todo falló y la muerte de VF se debió a una cadena de incomprensiones y abandonos, de errores de un sistema que no supo detectar la alerta a tiempo, de miserias de un mundillo como el de las artes escénicas casi siempre cruel e ingrato y, por qué no, de designios de un destino trágico que a cada uno de nosotros nos tiene reservado lo nuestro. En un país como España donde cada día se suicidan diez personas, donde los servicios de salud mental de la Sanidad pública son prácticamente inexistentes, donde millones de ciudadanos con trastornos psiquiátricos están sin diagnosticar ni tratar y donde cada paciente vive su propio drama personal solo y en silencio, remando como puede para tratar de llegar a una orilla que no se ve por ninguna parte, no debe extrañarnos que a esta hora haya muchas verónicas frente a la maldita caja de píldoras, en una situación vital angustiosa, sopesando seriamente si merece la pena seguir viviendo.
Ayer, sobre el escenario del Teatro Español, el féretro de la Forqué aparecía imponente, grandioso, digno de la talla de la enorme actriz que había pisado aquellas tablas. Muchos fans dieron un cariñoso adiós a la muchacha de la risa contagiosa y la seductora candidez que escondía una tristeza crónica. Quedémonos con sus grandes películas, algunas obras maestras del cine español, y olvidemos a los mediocres que la destrozaron con su mala baba irracional. Hace falta más salud mental en nuestros ambulatorios, eso es cierto, pero lo que más le urge a esta sociedad enferma y desquiciada es un poco más de amabilidad, de educación y de bondad.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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