(Publicado en Diario16 el 11 de diciembre de 2021)
¿Pero qué está pasando en Francia?, se pregunta todo el mundo. Las elecciones generales están a la vuelta de la esquina y no hay ni rastro de los partidos de izquierdas. Los socialistas han desaparecido del mapa, los verdes ni están ni se le esperan y de los comunistas para qué hablar. Encabezando los sondeos está Emmanuel Macron (23 por ciento de los votos) y pisándole los talones la candidata del partido conservador Los Republicanos, Valérie Pécresse, que se revela como la gran sorpresa de esta cita electoral con un 20 por ciento en intención de voto en la primera vuelta. Detrás de ellos, la morralla filofascista, el clan Le Pen y el nuevo clown del nazismo galo, Éric Zemmour, para quien todos los males del país provienen de los inmigrantes (y eso que él no tiene apellido ario, precisamente).
El hundimiento de la izquierda francesa es una gran tragedia para Europa, que se repliega sobre sí misma por puro miedo a la inmigración. En la frontera oriental entre Polonia y Bielorrusia, miles de refugiados sirios, libios, iraquíes y afganos –entre otras nacionalidades–, se agolpan como ganado ante las alambradas y pasan el duro invierno como pueden. Europa, la otrora vieja y sabia Europa, el continente de la razón, la ciencia y los derechos humanos, de repente se ha vuelta huraña, hosca, temerosa y codiciosa de lo suyo. Francia es el mejor termómetro para tomar la temperatura de lo que está ocurriendo. Cada nueva cita con las urnas, los franceses se derechizan un poco más y a este paso terminarán votando al partido nazi. El discurso populista está calando no solo en el país vecino; el fenómeno es generalizado. Italia cayó en manos de Salvini. El Reino Unido se encuentra en poder de una panda de supremacistas anglosajones que todavía creen en la grandeza del Imperio Británico. La extrema derecha se abre camino en los estados escandinavos (antaño ejemplo de civilización y Estado de bienestar) y países como Polonia y Hungría se enfrentan a graves sanciones de la UE por sus tics racistas y hitlerianos. Solo España, Portugal y Alemania (donde el canciller socialista Olaf Scholz forma gobierno estos días) parecen resistir el virulento embate de la ultraderecha.
Detrás del hundimiento de la izquierda francesa en particular, y de la izquierda europea en general, hay un problema que viene de lejos: el de la desigualdad, la pobreza y la falta de futuro de las capas más desfavorecidas de la sociedad. El proceso arrancó en los años setenta con la crisis del petróleo. Fue entonces cuando el pensamiento conservador empezó a sustituir a la hegemonía cultural progresista, que había dominado tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces la izquierda ha ido envejeciendo, el manual keynesiano se ha ido arrugando y los sucesivos gobiernos socialistas han ido cayendo en la incompetencia y la corrupción. A una izquierda nostálgica incapaz de dar respuestas le ha sucedido otra, utópicamente revolucionaria, tan inoperante como su progenitora. Al mismo tiempo, en las clases populares ha calado ese sentimiento de orfandad que tanto daño hace a la democracia. El abstencionismo electoral, el desencanto y la desafección fue cundiendo generación tras generación. La pérdida de orgullo del pueblo, mientras una casta de supuestos progres se daba a una vida de lujos y riquezas, fue el primer paso hacia el fascismo. La socialdemocracia acabó en traición a la izquierda (terminó por parecerse tanto a la derecha que ya nadie la distinguía) y la caída del comunismo vino a allanar el camino al nuevo fascismo que, agazapado desde 1945, aguardaba una nueva oportunidad.
Mientras los Thatcher, Reagan, Bush y Aznar rearmaban a la derecha mundial con un discurso demagógico, patriótico y elemental, la izquierda caía en farragosos debates bizantinos que no conectaban con la ciudadanía. A aquella primera generación de victoriosos ultraliberales le ha sucedido otra todavía más perversa y dura: los Trump, Bolsonaro, Orbán y Johnson, tipos aún más escorados a la derecha y por momentos más descabelladamente lunáticos en sus discursos demagógico-populistas.
No nos engañemos, la rabia popular no va contra el sistema, sino contra el establishment de una izquierda claudicante que ha dejado en la estacada a los suyos. Paralelamente, la supuesta derecha democrática y los partidos liberales tratan de pescar en el río revuelto de la izquierda sin caer en la cuenta de que ellos también serán devorados por la bestia nazi algún día. Todo el plan está perfectamente guionizado con el debido blanqueamiento de los medios de comunicación, que tratan de presentar a los líderes neofascistas como buenas personas, demócratas de pedigrí o en todo caso friquis que levantan las audiencias con sus tuits y boutades. También la prensa tiene su parte de responsabilidad en lo que está ocurriendo.
El nuevo fascismo es como un torniquete que va apretando cada vez más. El discurso de Marine Le Pen, que nos parecía durísimo, hoy es un cuento de niños al lado de las cosas espeluznantes que va diciendo el tal Éric Zemmour, un siniestro personaje que afirma que el islam es incompatible con Francia y que propone prohibir los nombres musulmanes como Mohammed. Puro racismo. Sin embargo, el fenómeno de la hidra de mil cabezas que se reproduce a sí misma no parece tener fin. Siempre hay un descerebrado que supera en ideología salvaje al anterior y los zumbados del totalitarismo brotan como setas por toda Europa en un fenómeno que recuerda a la metástasis del cáncer o a la trepidante mutación de ómicron, la última cepa del coronavirus que se replica con una facilidad que asusta a los científicos. Seguramente a estas horas ya hay un sujeto por ahí mirándose narcisistamente al espejo, como hacía Hitler, y diciéndose a sí mismo que él es todavía mejor que Abascal.
Hoy asistimos a una izquierda desarbolada que se pelea contra ella misma en un desesperado intento por reinventarse a sí misma y encontrar un nuevo modelo que no termina de llegar. Quizá un Internacionalismo renovado, dejando atrás las fronteras nacionales, sería una posible solución. Un proyecto que agrupara a la izquierda de toda Europa bajo unas mismas siglas o un mismo partido podría ser la solución. Desde ese punto de vista, el proyecto de Frente Amplio de Yolanda Díaz, aunque audaz y ambicioso, nace ya viejo por localista. Frente a la globalización desbocada y sin control que proponen las élites financieras y la derecha política quizá la última esperanza esté en un gran movimiento europeo y mundial de regeneración en defensa de las clases humildes y los derechos humanos. Pero nada garantiza nada. Vivimos en un mundo sin valores, el poder capitalista ha logrado dividir a la izquierda y la verdadera ideología es el dinero. A estas alturas de la pesadilla neonazi, lo único cierto es que la izquierda es más necesaria que nunca. Ahora bien, ¿qué izquierda?
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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